Miedo a morir electrocutado
Mientras los Mossos investigan la muerte de un hombre que sufrió una descarga eléctrica en la ducha, el piso ha sido precintado y sus ocupantes, entre ellos un niño, sobreviven en el comedor de un vecino.
«Mamá, no me quiero morir. Y tampoco quiero que tú te mueras», dice cada noche, antes de irse a dormir, Gael, un niño de 7 años. Hace tres semanas, el hijo de Karla Yamileth vio como un cortocircuito fulminaba a un hombre mientras se duchaba. Gael vive asustado ahora en el piso donde lo han acogido junto a su madre y otras siete personas desde que los desalojasen de la vivienda que ocupaban en la misma finca, el número 39 de la calle Joan Ubach de Santa Coloma de Gramenet. Gael concilia el sueño en un colchón compartido con dos personas más en el comedor de sus vecinos. Desde el ayuntamiento afirman que los expulsados rechazaron la ayuda que les ofrecieron tras la electrocución. Sin la solidaridad vecinal, estarían en la calle.
El niño tiene miedo de morir porque presenció una muerte. Fue el 22 de enero, cuando Darwin Josué Muchas entidades piden un padrón sin domicilio fijo porque facilita tener derechos sociales
estaba duchándose. «Oímos unos gritos, pero era imposible abrir la puerta. Él empezó a chillar y llegó un momento en que el agua y los vómitos sobresalían bajo la puerta del baño. Cuando conseguí entrar, me lo encontré tumbado, dislocado y al apagar los plomos sufrí varias quemaduras», explica Karla Yamileth. Cuando llegaron los sanitarios de emergencias ya no pudieron hacer nada por salvar la vida a Darwin. Tenía 32 años. Karla estuvo ingresada tres días por las quemaduras. «El niño está traumatizado, todo le da pavor», añade entre sollozos Jéssica Yosmari, pareja sentimental del fallecido.
En aquel piso de dos habitaciones y 80 metros cuadrados vivían diez personas. «Estábamos apretaditos, no nos quedaba otra», explica Yosmari. Los «apretaditos» eran Karla Yamileth, su hijo, sus cuatro hermanos y las parejas de dos de ellos, además de Jéssica Yosmari y Darwin Josué. Todos hondureños y sin papeles.
Antes de la pandemia, todos ellos vivían en habitaciones realquiladas y trabajaban en la economía sumergida: las mujeres cuidando ancianos y ellos, en la construcción o en empleos esporádicos. Los sueldos no llegaban a los 700 euros al mes. Pero el coronavirus lo paró todo. «El abuelo que yo cuidaba se murió, y me quedé sin empleo», explica Yamileth. Desesperados, en agosto optaron por juntarse en el piso mortal, el de Joan Ubach, 39. «Nos contaron que un señor lo alquilaba por 500 euros. Lo dividíamos entre todos y al menos teníamos un techo», explica Yamileth. Nadie firmó un contrato de alquiler. Los pagos se hacían en metálico y nunca llegaban las facturas de los suministros.
Sin padrón y sin derechos
Tras el accidente, el piso fue precintado. Una semana más tarde, el ayuntamiento de Santa Coloma les ofreció dormir tres noches en un albergue u hotel. «¿Y después qué?», se queja Karla. El consistorio confirma este ofrecimiento, que fue rechazado por los ocupantes. Finalmente, unos vecinos les abrieron el comedor de su casa para colocar un par de colchones. «Pero aquí no nos podemos quedar siempre», susurra Yosmari. Esta mujer denuncia que, en realidad, las administraciones se han preocupado antes de los ladrillos que de las personas. Los Mossos y los técnicos de la Direcció General de Seguretat Industrial de la Conselleria d’Empresa certificaron el mal estado de la instalación eléctrica de la finca la semana posterior al suceso. Los inquilinos creen que los suministros estaban pinchados.
Beca comedor y vales para ropa
La respuesta social llegó diez días después de la electrocución. El ayuntamiento ha ampliado al 100% la beca comedor de Gael, empadronado y escolarizado en Badalona, le han dado a la madre unos vales para ropa y comida y prometen, además, «trabajar las necesidades sociales» de cada uno de los inquilinos de la finca.
«El problema está en que no tenemos papeles ni contrato laboral. No podemos alquilar un piso ni tampoco empadronarnos», añade Karla. En realidad, son muchas las entidades que reclaman que los consistorios apliquen el padrón sin domicilio fijo, que permite que estos residentes tengan, al menos, derechos sociales. «No tenemos derecho a nada, nuestras vidas importan menos que el resto», prosigue la madre. Un grafito en la calle anuncia lo que pocos se atreven a decir: la pobreza mata. Esta pasada noche, el niño ha vuelto a tener pesadillas. Teme ser el siguiente.