Blanco de plomo
En la primera escena de La Sra. Lowry e hijo, el individuo interpretado por Timothy Spall dice mirando a cámara que es, simplemente, un hombre que pinta. En un gris y frío barrio de clase obrera en el condado de Lancashire, en 1934, L. S. Lowry, el personaje en cuestión, vivía con su anciana madre postrada en la cama, tenía un pequeño sueldo como cobrador de alquileres, no se supo de amigos, amantes o conocidos, y en el ático de su casa de dos plantas pintaba bellos, minimalistas y honestos cuadros sobre lo que veía en las calles o desde la ventana de la habitación de su madre, el escenario central de su vida y de la película.
Lowry se hizo famoso mucho tiempo después, y el filme realizado por Adrian Noble lo certifica con unas imágenes documentales del museo actual que le está dedicado, repleto de gente de distintas edades, ávida de ver sus lienzos. Pero aquellos años fueron de plomo, como el pigmento blanco de plomo con el que recubría sus telas antes de empezar a perfilar personajes y edificios con finas líneas de colores apagados.
Más que en su evolución pictórica, la película se centra en la asfixiante relación con su madre, encarnada por Vanessa Redgrave. L. S. pintó siempre para ella, pero a la madre nunca le gustó lo que pintaba. Esa falta de reconocimiento de quien más quería condicionó no solo su obra; también, y de que manera, su personalidad, indisociable de lo que después creó con los pinceles y óleos. Estamos pues ante un filme de texto, un drama intenso con solo dos personajes de entidad. Pero su interés reside más en como a través del uso de la luz y del color, con una excelente fotografía del catalán Josep M. Civit, se perfila el tenue y a la vez sofocante universo al que se vio sometido, con su consentimiento, un artista tan genial e introvertido.