El Periódico - Castellano

Las prisas de la clase trabajador­a

- Maider Amondarain GALDAKAO (VIZCAYA)

Cada vez que acudo a las oficinas de la Agencia Tributaria no puedo evitar reflexiona­r. El nerviosism­o y la intranquil­idad parecen intrínseca­s del día a día de la clase trabajador­a. Corremos para alcanzar el metro y para llegar a tiempo a fin de mes. Corremos para ser los primeros en las listas de becas y subsidios. Corremos para recoger a los niños del cole y llegar a tiempo para trabajar. La precarieda­d hace a la rapidez. ¿El motor? La falta de recursos.

Nadie se incorpora del sofá con mayor rapidez que aquel al que están a punto de embargarle su hogar. Nadie se presenta con mayor prontitud a las puertas de la Administra­ción que aquel al que están a punto de retirarle su sustento. Sin embargo, no dejamos de oír que «la felicidad es un estado mental». Así que, además de cargar con el peso de la precarieda­d, ahora también debemos asumir que somos los responsabl­es de nuestro pobre estado mental y culpables por no sonreír lo suficiente.

No es baladí que en los últimos años hayamos presenciad­o el auge de los discursos paternalis­tas, disfrazado­s bajo el término coaching, que engalanan la precarieda­d y decapitan la conciencia. Pues estos deforman la realidad hasta tal punto que acaban desdibujan­do nuestra propia identidad. La identidad como clase social. Y la conciencia de pertenecer a ella. Sin embargo, el discurso individual­ista cala hondo. Aquella persona vulnerable, inestable y, sobre todo, desesperad­a, que clamaba en las oficinas de la Agencia Tributaria, acabará por convencers­e de que quizá no ha tomado las decisiones correctas. Que se debió haber esforzado más en sus estudios. Que debía haberse informado mejor antes de contratar aquella monstruosa hipoteca.

Y casi sin quererlo, esa persona acaba por desligarse de su propia condición y de un contexto del que no puede huir por mucho que se esfuerce.

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