Las prisas de la clase trabajadora
Cada vez que acudo a las oficinas de la Agencia Tributaria no puedo evitar reflexionar. El nerviosismo y la intranquilidad parecen intrínsecas del día a día de la clase trabajadora. Corremos para alcanzar el metro y para llegar a tiempo a fin de mes. Corremos para ser los primeros en las listas de becas y subsidios. Corremos para recoger a los niños del cole y llegar a tiempo para trabajar. La precariedad hace a la rapidez. ¿El motor? La falta de recursos.
Nadie se incorpora del sofá con mayor rapidez que aquel al que están a punto de embargarle su hogar. Nadie se presenta con mayor prontitud a las puertas de la Administración que aquel al que están a punto de retirarle su sustento. Sin embargo, no dejamos de oír que «la felicidad es un estado mental». Así que, además de cargar con el peso de la precariedad, ahora también debemos asumir que somos los responsables de nuestro pobre estado mental y culpables por no sonreír lo suficiente.
No es baladí que en los últimos años hayamos presenciado el auge de los discursos paternalistas, disfrazados bajo el término coaching, que engalanan la precariedad y decapitan la conciencia. Pues estos deforman la realidad hasta tal punto que acaban desdibujando nuestra propia identidad. La identidad como clase social. Y la conciencia de pertenecer a ella. Sin embargo, el discurso individualista cala hondo. Aquella persona vulnerable, inestable y, sobre todo, desesperada, que clamaba en las oficinas de la Agencia Tributaria, acabará por convencerse de que quizá no ha tomado las decisiones correctas. Que se debió haber esforzado más en sus estudios. Que debía haberse informado mejor antes de contratar aquella monstruosa hipoteca.
Y casi sin quererlo, esa persona acaba por desligarse de su propia condición y de un contexto del que no puede huir por mucho que se esfuerce.
n