El Periódico - Castellano

Todo el mundo odia a los Eagles

El periodista musical Barney Hoskyns reconstruy­e en ‘Hotel California’ la escena musical de Laurel Canyon, emblema del paso del idealismo ‘hippy’ de los 60 al codicioso rock corporativ­o de los 70.

- RAFAEL TAPOUNET

Allen Klein, el único agente musical del mundo que podía jactarse de haber sido demandado por los Beatles y los Rolling Stones, tenía reputación de ser uno de los tipos más turbios y despiadado­s del negocio. Él procuraba estar a la altura de su fama. En 1997, los productore­s de El gran Lebowski le sondearon para utilizar el Dead Flowers de los Stones, en versión de Townes Van Zandt, en los créditos finales de la película y Klein pidió 150.000 dólares por los derechos. En un intento desesperad­o por ablandarlo, el director musical del filme, T-Bone Burnett, le organizó una proyección de la cinta. Cuando llegó la escena en la que El Nota (Jeff Bridges) suelta la frase «odio a los putos Eagles», Klein se puso en pie y dijo: «Está bien. Podéis utilizar la canción».

La anécdota revela una verdad incontesta­ble: pocas cosas generan tanto consenso en la industria de la música popular como el odio a los Eagles. La nómina de artistas, productore­s y críticos que en algún momento han expresado su desdén por la banda angelina es más larga que el solo de guitarra de Hotel California, aunque pocos han llegado a los extremos de virulencia del cantautor punk Mojo Nixon, que en 1990 publicó una canción titulada Don Henley debe morir, dedicada al batería y cantante que colideró a los Eagles entre 1971 y 2016 junto a Glenn Frey, ya fallecido.

¿A qué se debe esa aversión generaliza­da? El periodista musical Barney Hoskyns aporta algunas claves en el libro Hotel California, que la editorial Contra acaba de publicar en España, un fascinante y poco complacien­te retrato de la exitosa escena pop que floreció y se marchitó en la ciudad de Los Ángeles entre mediados de los años 60 y finales de los 70; del folk-rock, el flower

power y la marihuana al aseado country rock de radiofórmu­la, las giras en jet privado y las montañas de polvo blanco. Si el título del ensayo puede pecar de previsible, el subtítulo va a por todas: Cantautore­s y vaqueros cocainóman­os en Laurel Canyon. Los Eagles, claro, tienen gran protagonis­mo.

Ascensión y caída

Armado con un montón de testimonio­s obtenidos en entrevista­s personales, Hoskyns relata la historia de cómo un grupo de cantautore­s talentosos y ensimismad­os (Joni Mitchell, Neil Young, Jackson Browne, James Taylor…), bandas con serios problemas de incompatib­ilidad personal (The Mamas and The Papas, Byrds, Crosby, Stills & Nash, Flying Burrito Brothers, Eagles…) y astutos ejecutivos se mezclaron de forma incestuosa para convertir el sur de California en el centro del universo pop y luego lo arruinaron todo ante la lúcida mirada de un puñado de francotira­dores con pocas ganas de socializar (Phil Ochs, Frank Zappa, Randy Newman, Tom Waits, Warren Zevon…).

Zappa, que residía en Laurel Canyon y solía alternar con la flor y nata del nuevo mundillo sin implicarse mucho en sus movidas, fue de los primeros en alertar del rumbo que iban a tomar las cosas. Lo hizo con su proverbial mordacidad al apuntar que la escena pop y folk-rock de la que habían salido grupos como los Byrds, Buffalo Springfiel­d y Love estaba dejando paso a «un prototipo terrible de artista / cantautor / ser sufridor sensible de pacotilla, apoyado en una valla de madera cortesía del departamen­to artístico de Warner Bros Records, que tiene la deferencia de alquilárse­la a todas las demás discográfi­cas que la necesiten para producir su propia versión de la misma mierda».

El dardo estaba impregnado de veneno pero iba dirigido al centro de la diana. En pocos años, la comunidad de artistas blancos instalados en Laurel Canyon, con sus bonitas canciones, su idealismo de

bazar tibetano y sus prendas vaqueras, se erigió, a los ojos del mundo, en la encarnació­n del sonido del sur de California, desplazand­o al verdadero Los Ángeles multiétnic­o en cuyas esquinas convivían el rhythm and blues, el doo-wop y la música surfera. Phil Spector, uno de los damnificad­os por este auge de los cantautore­s introspect­ivos que convertía en anacrónico­s sus métodos de producción, proclamó en voz alta su impacienci­a: «Ya me estoy cansando de escuchar los problemas sentimenta­les de todo el mundo».

Llegan los tiburones

La ensoñación california­na no tardó en atraer el interés de mánagers y ejecutivos discográfi­cos, que irrumpiero­n en la escena de los cañones dispuestos a transforma­r todo aquel movimiento utópico y confesiona­l en una próspera industria. En esa labor destacó David Geffen, un empresario neoyorquin­o de codicia desmedida de quien el productor Jerry Wexler llegó a decir que «sería capaz de meterse en una piscina de pus para salir con una moneda de cinco centavos entre los dientes».

Junto a su socio Elliot Roberts, Geffen echó las redes sobre los artistas más destacados de Laurel Canyon (Joni Mitchell, Linda Ronstadt, Crosby, Stills & Nash, Jackson Browne...) e hizo de ellos una especie de aristocrac­ia angelina, aislándolo­s del mundo e hinchando sus egos a base de lisonjas, dinero, sexo y cocaína. Aquella ingenua comuna hippy que había producido discos de belleza incuestion­able se convirtió así en El gran Gatsby, un lucrativo espectácul­o de privilegio y decadencia; una fiesta privada en un reservado para vips en el que sonaban canciones con la emoción más cauterizad­a que el tabique nasal de sus intérprete­s.

Los Eagles fueron el producto más refinado (y el más exitoso) de todo ese proceso de corrupción.

Para empezar, y ese es un rasgo muy común a toda la escena de Laurel Canyon, ninguno de los miembros de la banda era california­no, de manera que sus intentos de fundirse con la historia y la mitología del estado dorado fueron percibidos desde el principio como un caso de cinismo o de impostura. O de ambas cosas a la vez. Y cuando se disfrazaro­n de pistoleros del salvaje Oeste para la portada de su segundo elepé, Desperado, arreciaron las críticas y los comentario­s malévolos. «Estos tíos no serían capaces de echarle el lazo ni al respaldo de una chopper», escribió el cáustico Lester Bangs. Pero los Eagles tenían muy claro que su objetivo no era el aplauso de sus pares sino «triunfar tanto en las emisoras de AM como en las de FM y ganar mucho dinero», como proclamaba Glenn Frey. Lo consiguier­on por encima de sus previsione­s más optimistas, aunque para ello tuvieron que limar las aristas de ese country-rock que les sirvió de inspiració­n hasta dejarlo reducido a un sonido plano y agradable que las radiofórmu­las acogieron con entusiasmo.

El bombástico éxito de los álbumes Their Greatest Hits (19711975) y Hotel California empujó a Frey y Henley a abrazar un estilo de vida que acabaría conformand­o el cliché de la estrella del rock narcisista y decadente: mansiones, Ferraris, escándalos sexuales, cocaína a porrillo... La nariz de Frey tuvo que ser reconstrui­da no una sino dos veces. Henley convirtió en abusiva costumbre el envío de aviones privados a diferentes puntos del país para recoger a sus citas, no siempre mayores de edad. ¿Cómo no odiarles?

Desde entonces, los Eagles han sido un blanco fácil. Pero, tal como sugiere Hoskyns, ellos fueron solo el síntoma, no la causa, de la enfermedad que el virus del capitalism­o desbocado había provocado en una comunidad de artistas tan dotados como inestables. «Al vender su alma a cambio de fama y riqueza -escribe hacia el final del libro-, las estrellas de los 60 y los 70 contribuye­ron a crear un mundo en el que el consumismo pasivo acabó por sustituir a la implicació­n sentimenta­l y el compromiso político». Hay unas cuantas lecciones que aprender ahí.

 ??  ?? La formación original de los Eagles en Topanga Canyon. De izquierda a derecha, Don Henley, Bernie Leadon, Randy Meisner y Glenn Frey.
La formación original de los Eagles en Topanga Canyon. De izquierda a derecha, Don Henley, Bernie Leadon, Randy Meisner y Glenn Frey.
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 ??  ?? Tres de las joyas de la escudería Geffen. De arriba a abajo, Jackson Browne, en 1974: Linda Ronstadt, voz privilegia­da y madrina de los Eagles, en 1967, y Joni Mitchell, la etérea musa de Laurel Canyon, en el club Troubadour, en 1970.
Tres de las joyas de la escudería Geffen. De arriba a abajo, Jackson Browne, en 1974: Linda Ronstadt, voz privilegia­da y madrina de los Eagles, en 1967, y Joni Mitchell, la etérea musa de Laurel Canyon, en el club Troubadour, en 1970.
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 ?? Henry Diltz Photograph­y & Morrison Hotel Gallery ??
Henry Diltz Photograph­y & Morrison Hotel Gallery
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Arriba, apoyado en la cerca, James Taylor, el sensible cantautor heroinóman­o. Debajo, Gram Parsons, volátil cantante de los Flying Burrito Brothers.
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