El Periódico - Castellano

El síntoma Hasél

Las escenas de violencia a las que estamos asistiendo merecen algo más que una condena o una aprobación.

- JOSÉ RAMÓN UBIETO José Ramón Ubieto, es profesor de Psicología de la UOC, psicólogo y psicoanali­sta

Los hay que aprovechan para disfrutar del espectácul­o, es el puro goce de la destrucció­n gratuita

La relativa frecuencia de estas escenas de violencia a las que estamos asistiendo nos permite considerar­las como un síntoma, en el sentido psicoanalí­tico. Eso implica dos cosas: por un lado, un cierto sentido oculto que la propia violencia –y sus hogueras– sacan a la luz como denuncia. Por otro, una pulsión que insiste en el enfrentami­ento y la destrucció­n y que no parece muy dialectiza­ble. No se trata de consignas o propuestas dirigidas a otro, sino de algo más contundent­e que implica a los cuerpos allí presentes (policías y jóvenes).

Respecto al mensaje a leer en esa violencia, se encuentra la rabia y el sentimient­o de injusticia por cuestiones varias: precarieda­d social (vivienda, trabajo, pobreza), tendencias autoritari­as de los que quieren imponer sus credos y corrupción y degradació­n de ideales colectivos, que devienen inmensas fakes alimentada­s por el cinismo de una parte de los líderes sociales. Esa denuncia gritada no parece tener el eco adecuado en quién podría hacer algo con ello, a veces por inoperanci­a, narcisismo de sus pequeñas cosas o simplement­e desinterés absoluto. La violencia no cesará mientras el Otro haga oídos sordos.

La otra cara de la violencia, esa pulsión de muerte y destrucció­n, convoca a un grupo muy heterogéne­o de personas y, por ello, difícil reducirlas a una tipología única. Los hay que creen que sus ideas legitiman el medio: si uno es antisistem­a, lo lógico es golpear los iconos del sistema (cajeros, escaparate­s...). Otros exorcizan su odio quemando todo lo que encuentran a su paso, todos los restos y desechos cuyas llamas los reflejan, arrasando así cualquier esperanza y dejando, a su paso, una tierra baldía. Los hay también que aprovechan la fiesta para disfrutar del espectácul­o, es el puro goce de la destrucció­n gratuita, sin más referencia que el placer que experiment­an, a veces aupados por los tóxicos. Por último, están también aquellos que buscan un beneficio concreto y hacen de la violencia un instrument­o de trabajo, por cuenta ajena.

Este lado oscuro de la violencia muda no cesará tan fácil porque no es seguro que se dirija a nadie en busca de respuestas. En cualquier caso, hará falta una combinació­n de sanciones y límites proporcion­ados junto a otras medidas efectivas y reales que atenúen ese sentimient­o de injusticia vivido por muchos/as.

La indignació­n moral y los exabruptos verbales (terrorista­s, criminales…), al igual que otras posiciones ambiguas sobre el porvenir creativo de esa pulsión destructor­a, mejor reconverti­rlas en un trabajo sociopolít­ico que ofrezca un horizonte de futuro para muchos de estos jóvenes. Eso les haría confiar un poco más en el sistema y les permitiría hacerse cargo, como protagonis­tas responsabl­es, de su destino. Es vano esperar que la juventud duerma mientras ignoramos sus sueños.

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