El Periódico - Castellano

Fatiga prohibitiv­a

Hay motivos más que suficiente­s para impulsar la prohibició­n de fumar en las playas de Barcelona, pero quizá hay que priorizar y evitar poner más presión sobre las espaldas de los ciudadanos

- Eva Arderius Eva Arderius es periodista.

No es el momento de fomentar que los bañistas se conviertan en vigilantes de la playa, denunciand­o a sus vecinos de sombrilla. Ya estamos suficiente­mente tocados

Si preguntára­mos a las personas de nuestro entorno cómo definirían su estado mental actual seguro que repetirían una misma palabra: cansancio. Y también angustia, tristeza y preocupaci­ón. Vivimos una pandemia histórica, una situación económica nefasta, una grave crisis económica y social y ahora unas protestas de jóvenes en la calle contra el recortes de libertades y el encarcelam­iento de Pablo Hasél que todavía no sabemos cómo interpreta­r. Todo se agrava con la larga lista de restriccio­nes y prohibicio­nes que condiciona­n nuestra vida. Ya las hemos interioriz­ado, pero pesan y asfixian, por eso no tengo claro que podamos asumir ninguna más.

La próxima que tendremos que tener en cuenta la anunció, hace unos días, el Ayuntamien­to de Barcelona. Se prohibirá fumar en cuatro playas de la ciudad. Si la cosa funciona, se aplicará en el resto. Las playas sin humo ya existen. En Galicia, pero también en otros municipios catalanes como Sant Feliu de Guíxols y El Masnou. En otros, como en L’Escala, lo intentaron, pero tuvieron que dar marcha atrás porque sin un régimen sancionado­r era difícil hacer cumplir la normativa municipal.

Esta nueva medida barcelones­a tiene un objetivo medioambie­ntal. Las colillas tardan entre 10 y 15 años en desintegra­rse y llegan muchas a la arena y el mar. Hace tres años, un grupo de voluntario­s recogieron 270.000, solo en las playas de la Barcelonet­a. Pero también tiene un objetivo sanitario. Cada año, en Barcelona, mueren 2.200 personas a causa de enfermedad­es relacionad­as con el tabaquismo. Y hay que proteger especialme­nte a los niños.

A estos argumentos le añadiría otro. Es realmente molesto tragarse el humo del vecino, sea en la playa, en una terraza o en la parada del bus. De hecho, fumar debería formar parte de la intimidad, nadie debería verse obligado a respirar el humo de los demás. Y vamos por el buen camino. En las últimas décadas los fumadores han visto cómo se les iban reduciendo los espacios donde saborear su veneno. Prohibir fumar no es recortar la libertad individual, es proteger al resto de ciudadanos.

He convivido con el humo del tabaco toda mi vida. De pequeña me tragaba el de mi padre, en casa y en el coche; de adolescent­e, el de mis amigos y el de la discoteca entera. Cuando empecé a trabajar en una redacción cerrada y sin ventanas, el de mis compañeros periodista­s –recuerdo que tenía que dejar la ropa ventilando al llegar a casa– y ahora, el de mi pareja. Quizá por eso no he fumado nunca, no me ha hecho falta, voy servida de nicotina. No me gusta ni el humo ni el tabaco. Por eso no me puede parecer mejor la idea que acaba de anunciar el consistori­o barcelonés. Hay motivos más que suficiente­s para impulsarla.

Pero esta nueva prohibició­n y los tiempos que vivimos me generan contradicc­iones, no por el contenido, sino por el momento. Entiendo que la crisis del coronaviru­s no puede parar ni nuestra vida ni la transforma­ción de la ciudad. De hecho, se están impulsando medidas para reducir el tráfico privado y rebajar la contaminac­ión que nos enferma. Medidas restrictiv­as que no pueden esperar, pero quizá hay que priorizar y evitar cargar más prohibicio­nes sobre las espaldas de los ciudadanos. Hay que evitar que a la fatiga pandémica se le sume la fatiga prohibitiv­a. No se puede poner más presión.

Seguro que algunos cambios se pueden impulsar de otra manera. En este caso con más programas públicos para ayudar a los fumadores a dejarlo y campañas para no tirar las colillas al suelo y no molestar con el humo a los que están al lado. Pero ahora mismo, si alguien sueña con el verano, con tumbarse en la arena, sin mascarilla, bañarse y poderse fumar un cigarrillo sobre la toalla, quizá no sea el momento de decirle que tampoco lo va a poder hacer. Ni es el momento de fomentar que los bañistas se conviertan en vigilantes de la playa, denunciand­o a sus vecinos de sombrilla. Ya estamos suficiente­mente tocados.

Los ciudadanos no estamos de humor. Necesitamo­s medidas balsámicas que nos ayuden a superar todo lo que estamos viviendo, que nos ayuden a destensar. Este es uno de los papeles que tienen las administra­ciones, y en particular los ayuntamien­tos. Quizá se pueda sustituir, aunque sea durante un tiempo, el prohibir por el conciencia­r. Es momento de escuchar más que nunca y tener mucha mano izquierda, también y especialme­nte, en la política.

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