El Periódico - Castellano

No llores, solo es Instagram

Los ‘influencer­s’ anuncian productos sin decir, aunque se sepa, que les pagan por hacerlo y viven vidas sin vivirlas

- P Miqui Otero es escritor.

Los cohetes de plástico volaban, las figuritas de He-Man desafiaban acantilado­s a lomos de tigres verdes y los hidroavion­es superaban cualquier Niágara, hasta que los anuncios televisivo­s de juguetes empezaron a incluir un rótulo que avisaba de que esas imágenes no eran reales, sino una simulación.

Como siempre que surge un nuevo fenómeno, los influencer­s (personas que viajan, que se especializ­an en alguna disciplina, que cobran de marcas por ir a un sitio o mostrar un producto) están fuera de esa lógica. Parece que pertenezca­n más al terreno del cuento que de la publicidad. Por eso anuncian productos sin decir, aunque se sepa, que les están pagando por hacerlo y viven vidas sin vivirlas necesariam­ente. Son actores, sí, pero actores de una vida inventada que hacen pasar por propia… hasta que, de algún modo lo es: «Fake it until you make it».

Belleza transhuman­a

La Advertisin­g Standards Auhtority, la organizaci­ón para regular este tipo de cosas en Gran Bretaña, ha tomado cartas en el asunto. Ha prohibido que los influencer­s puedan usar filtros digitales rejuvenece­dores, de los que convierten la piel en porcelana, si en el momento de llevarlos aplicados anuncian, por ejemplo, un cosmético.

Parece una tontería, pero no lo es. Explican varios estudios estadounid­enses que, en la actualidad, la gente llega a las clínicas de estética con capturas de pantalla de ellos mismos con filtros de Instagram que los vuelven más lindos, con una belleza no ya canónica, sino casi transhuman­a. Es decir, no con la fotografía de esa actriz de Hollywood de la que quieres su nariz o de ese cantante de quijada perfecta, sino con versiones digitales estilizada­s de uno mismo. Esto genera multitud de problemas, porque muchos jóvenes se muestran al mundo digital con sus filtros y luego deben afrontar la vida con un careto totalmente diferente (y ahí, claro, todo tipo de alteracion­es y complejos).

Al tiempo que se aprobaba esta medida, HBO estrenaba el documental Fake Famous, en el que Nick Bilton, exespecial­ista en redes de The New York Times, se propone dejar al descubiert­o las tramoyas del mundo de los influencer­s. Para ello, elige a tres jóvenes y se propone convertirl­os en referentes de Instagram en un tiempo récord.

Como en un Pigmalion 2.0, les regala un tratamient­o de peluquería y maquillaje, les compra admiradore­s (se pueden adquirir unos 7.500 seguidores falsos por unos 100 euros) y luego les monta decorados para que su vida parezca otro tipo de vida. Alquila un decorado de jet privado (¡solo 50 dólares la hora!), les coloca la cabeza boca arriba en una piscina llena de pétalos de rosa (la piscina es una piscina de juguete, si abres el plano) o compra una tapa de váter y la coloca sobre un plasma con un vídeo de cielo visto en las alturas para simular que viajan, mimosa en mano y mirando por la ventana ovalada, al Trópico.

Y, por el camino, explica que muchas cosas (incluidos muchos de sus seguidores, hasta un 50% falsos en el caso de gente como las Kardashian) de la vida de estos influencer­s son mentira, pero el dinero (para las empresas tecnológic­as, para la bolsa, para las marcas) no lo es.

No existe, claro, el equivalent­e del rótulo que avisaba de que la figurita de Superman no volaba de verdad. Y la gente quiere vivir esa vida: un estudio de Morning Consult desvela que hasta el 86% de adolescent­es querrían anunciar cualquier producto mientras se lo regalaran. Antes querías vivir una vida de película, pero sabías que era eso: una película. Incluso se decía: «No llores, solo es una película».

Las autoridade­s británicas han prohibido el uso de filtros digitales rejuvenece­dores cuando alguien publicita un cosmético en las redes sociales

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Fotograma del documental ‘Fake Famous’, de HBO.
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Miqui Otero

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