Darle aire al virus
Por si alguien no se había percatado aún, nos enfrentamos desde hace un año a un coronavirus extremadamente listo, si se puede adjetivar así un organismo sin cerebro. No lo necesita. Tiene las dosis justas de contagiosidad y letalidad para asegurar su supervivencia al tiempo que causa un gran número de muertes. A diferencia de otros antecesores, el SARS-CoV-2 actúa con gran sigilo. Se propaga antes de que sus huéspedes muestren síntomas. Si no lo exterminas o lo reduces a una dimensión controlable, aprovecha cualquier rendija para colarse. Cuando te das cuenta ya es demasiado tarde.
Ocurrió en la segunda ola. El doctor Argimon, al que hay que escuchar siempre con gran atención, puso entonces como meta para iniciar la desescalada los mil casos diarios y 300 enfermos en uci. Eran objetivos menos ambiciosos que lo que se plantea y lleva camino de cumplir Alemania, pero démoslos por buenos. Finalmente, no se cumplieron y luego ocurrió lo que todos sabemos.
La situación actual es peor aún que entonces. Las cifras de casos y ucis duplican el objetivo a alcanzar mientras la velocidad de propagación a vuelve a superar el siniestro listón del 1, pero el mismo doctor Argimon opina que hay que dar aire a algunos sectores.
Estamos en un momento crucial. Con el virus estancado o en ascenso, el sentido común indica que habría que frenar aún más la interacción social. Como se haga ya no es tarea de un especialista en salud pública. Se puede dar aire a algún sector muy castigado y sacrificar otro menos perjudicado. Pero el balance debe ser el mismo: bajar el actual nivel de interacción para poder alcanzar esos objetivos, que no son para nada gratuitos. Significan muchas menos muertes y hospitalizaciones.
No hay otra salida que incrementar las restricciones mientras las vacunas sigan llegando a menor velocidad que las mutaciones, la nueva astucia del microorganismo. Lo contrario sería darle también aire al virus. Algo impropio de cualquier organismo con cerebro.