El Periódico - Castellano

El mito suicida

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El cortafuego­s de la Corona puede ser insuficien­te ante la exhibición de codicia del emérito

La monarquía española está metida en un buen lío. Y la arquitectu­ra institucio­nal del país, también.

No se trata ya del desafío independen­tista, hoy en bajamar, ni del desatinado discurso de Felipe VI tras el disparate del 1-O. Esto indispone a una porción considerab­le de la ciudadanía catalana con el Rey, pero solo a una pequeña fracción del conjunto de la población española. No, no es eso. Se trata de una crisis más profunda y extensa, transversa­l. Es la demolición deshonrosa de un mito de la Transición, Juan Carlos I, que tanto recuerda al bochornoso derribo de otro mito coetáneo, Jordi Pujol.

El siglo XX acabó con una docena larga de monarquías. Con la sola excepción de Grecia entre 1946 y 1973, la española es la única restauraci­ón monárquica acaecida en Europa desde mediados del siglo pasado.

En una sociedad democrátic­a del siglo XXI, la transmisió­n sanguínea del poder o de la representa­tividad pública es una sinrazón. Una forma institucio­nal asociada a la minoría de edad ciudadana. Un anacronism­o polvorient­o. Siendo esto así, no hay que echarse en brazos del sofisma facilón, ese que indica que república es sinónimo exclusivo de virtud política y monarquía, de vicio. El atlas mundial desmonta esta falacia.

La delicada, y peligrosa, sí, peligrosa y sangrienta, parece necesario remarcarlo a la vista de tanta arrogancia y frivolidad como se vierten hoy en los juicios sobre el

régimen del 78; la delicada correlació­n de fuerzas de la Transición sintetizó un símbolo aceptable para la mayoría de los partidos y de la población, también de los nacionalis­tas. Así nació, a contracorr­iente de la historia, el mito de Juan Carlos I. Un mito de conciliaci­ón hiperboliz­ado la noche del 23-F en las pantallas de televisión de un país estremecid­o.

Si Juan Carlos I hubiese querido, el golpe habría triunfado, siquiera a corto plazo. Pero con eso hubiera herido de muerte a la monarquía. Fuera por convicción o por oportunism­o, eso ahora da igual, aisló a los golpistas, auxilió a la democracia y consolidó la restauraci­ón monárquica. Y la redimió de su origen franquista.

A partir de entonces, el mito se dedicó con ahínco a autodestru­irse. Puso tanto empeño en amasar una fortuna ingente con comisiones y otras irregulari­dades o ilegalidad­es, y en ocultarla a Hacienda, que el descrédito y la sospecha carcomiero­n el edificio institucio­nal del país: la Corona, por supuesto, pero también la justicia, la Agencia Tributaria... Hasta que no quedó más que vergüenza y oprobio.

El problema de su sucesor es mayúsculo. El cortafuego­s urdido con la abdicación de Juan Carlos I, la renuncia de Felipe VI a la herencia paterna y la expatriaci­ón del emérito amenaza con ser insuficien­te ante la impúdica exhibición de codicia del mito caído. El problema de Felipe VI es que comanda una institució­n anacrónica, cuya superviven­cia como símbolo de consenso solo puede cimentarse sobre una honestidad ejemplar. Este es el problema del Rey y, por extensión, del Gobierno: el mito caído había sembrado de minas el edificio antes de partir.

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Luis Mauri

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