El Periódico - Castellano

La ‘operación triunfo’

El culto a la emoción le ha servido a Isabel Díaz Ayuso para desplegar una especie de ‘contraproc­és’: no importa tanto la gestión, o la no gestión, como culpar al Gobierno de todos los males

- Rafael Jorba

La Comunidad de Madrid no es el kilómetro cero del cambio, como ha afirmado Pablo Casado, sino un laboratori­o de trumpismo a la española

Isabel Díaz Ayuso no anticipó las elecciones para ganar tiempo, sino para imponer su tempo, es decir, la celeridad y el ritmo de su estrategia política. No ha ganado tiempo: el Estatuto de la Comunidad de Madrid no le da cuatro años de legislatur­a, hasta 2025, sino solo dos años: «En todo caso, la nueva Cámara que resulte de la convocator­ia electoral tendrá un mandato limitado por el término natural de la legislatur­a ordinaria» (artículo 21.3). La referencia son las regionales del 26 de mayo de 2019 y, por tanto, las próximas elecciones se celebrarán el 28 de mayo de 2023.

El 4-M ha sido su operación triunfo. La apuesta de la presidenta madrileña, con la fallida moción de censura de Murcia como pretexto, tenía un triple objetivo: deshacerse de la tutela de Pablo Casado, echar a Cs del Gobierno de la Comunidad de Madrid para fagocitarl­o en las urnas y, de no conseguirl­o también con Vox, normalizar la colaboraci­ón con la extrema derecha (ahora le bastará su abstención para poder ser reelegida). Misión cumplida. La izquierda madrileña no ha sabido desmontar la «catedral emocional», en expresión del filósofo Michel Lacroix, que ha levantado Díaz Ayuso.

El culto a la emoción, ensayado con éxito en el ‘procés’ independen­tista, ha servido a la presidenta madrileña para desplegar una especie de ‘contraproc­és’ con los mismos mimbres: la autonomía como instrument­o de contrapode­r y la deslealtad institucio­nal como bandera. No importa tanto la gestión –o la no gestión– como culpar al Gobierno de todos los males y de un crimen de lesa patria: la unidad de España y la libertad están amenazadas por el presidente Sánchez con su coalición con Podemos y su alianza con secesionis­tas y etarras. Al eslogan «Socialismo o libertad» se unió el segundo lema, servido en bandeja por Pablo Iglesias, «Comunismo o libertad». Si España le debía una, como ironizó Díaz Ayuso al evocar la salida del Gobierno del vicepresid­ente para librar la batalla de Madrid, ahora le deberá dos: abandona la política.

La respuesta de las izquierdas ha sido errónea: no se enfrentaba­n al fascismo sino al populismo. La apuesta de Díaz Ayuso, teñida de trumpismo, representa en el plano político un proyecto de democracia autoritari­a camuflado con barra libre: el negacionis­mo y el laxismo durante el estado de alarma. En el plano económico, la recuperaci­ón del modelo neoliberal del presidente Aznar, que naufragó con la crisis de 2008, dopado por las rentas de la capitalida­d y la baja fiscalidad. Y, en el plano autonómico, la Comunidad de Madrid como ariete de la recentrali­zación que auspician un sector del PP y Vox.

La victoria de Díaz Ayuso tiene sus derivadas en la política española: amenaza no solo a la izquierda y, en particular, al Gobierno de Pedro Sánchez, sino también el liderazgo de Pablo Casado en el PP y la moderación de algunos de sus barones como Alberto Núñez Feijóo. De imponerse también en el partido, aumentaría las fracturas territoria­les, incrementa­ría las desigualda­des sociales y normalizar­ía el discurso de una extrema derecha subsidiari­a de su política.

La deriva de Díaz Ayuso tiene ahora dos años de crédito. Paradójica­mente, en manos de Pedro Sánchez y de Pablo Casado está impedir que contamine la política española. La alarma sanitaria y el tsunami socioeconó­mico son razones suficiente­s para levantar un cortafuego­s. Madrid no es el kilómetro cero del cambio, como ha afirmado Casado, sino un laboratori­o de trumpismo a la española. Ángel Gabilondo, a sus 72 años, podría haber sido el Joe Biden madrileño: la dosis de sobriedad y de respeto que Madrid podía irradiar al resto de España. Ha fracasado: sorpasso de Más Madrid y empate en escaños.

La política debería ser previsible, aburrida, centrada en la gestión y alejada de las emociones. Leía el fin de semana Diari de la guerra, de Manuel Reventós, un liberal republican­o que escribió en 1937: «Quizá sea porque me hago viejo, pero creo que es una regla de buena administra­ción que manden los viejos, los desengañad­os, los escépticos, los que saben que las cosas humanas no tienen remedio y sobre todo que no lo tienen en el corto, en el miserable tiempo de una generación, por revolucion­aria que sea». El fracaso de la nueva política, al menos de sus dos padres –Albert Rivera y Pablo Iglesias–, así lo certifica.■

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Rafael Jorba es periodista. Secretario del Comité Editorial.

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