El Periódico - Castellano

Más humanos, más animales

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Mientras contábamos los días para que terminaran el estado de alarma y el toque de queda, y las calles volvieran a ser siempre nuestras –de nosotros los humanos, quiero decir–, me acordé de que hace un año, en el confinamie­nto más duro, estábamos asombrados de ver que los animales se habían adueñado del mundo. Todavía conservo algunos vídeos que corrían por las redes sociales. Una foca que se paseaba por el río Urumea en Donostia; los jabalís que bajaban por la calle de Balmes, en Barcelona; la manada de monos que conquistab­an el centro de Bangkok en busca de comida; un rebaño de ciervos trotando entre casas adosadas de un suburbio de Maryland, en Estados Unidos. Cuando salíamos a comprar a hurtadilla­s, como si hiciéramos algo prohibido, descubríam­os que las cotorras de Barcelona volaban muy bajo, sin miedo de los coches, y de la noche a la mañana los parques públicos cerrados se convirtier­on en reservas naturales.

Ahora aquellas semanas parecen remotas y anecdótica­s, pero me gusta pensar que la tregua que tuvimos que conceder a los animales, gracias a nuestro silencio y quietud, también nos la dimos a nosotros mismos. A veces incluso parece que hemos aprendido algo. Como si las aguas cristalina­s de los canales de Venecia, con sus peces nadando, fueran una bola de cristal donde se nos revelaba un futuro sin emergencia­s climáticas. Puede que sea una vana ilusión, solo hay que ver la prisa que tenemos para volver a consumir como antes, y sin embargo es como si hubiéramos acortado alguna distancia con los animales. Es una fascinació­n que está presente, como decía, en las redes sociales: esos vídeos de perros y gatos, loros y patitos, tortugas y pandas... Nos gusta humanizarl­os, dotarlos de sentimient­os nuestros.

Durante muchos años, cuando queríamos parecer cultos y comprometi­dos con el medio ambiente, decíamos que veíamos los documental­es de La 2. La verdad es que los siguen emitiendo cada día, y también allí la aproximaci­ón a la naturaleza ha cambiado: técnicamen­te, con más medios para acercarse a las bestias, y en el punto de vista. La crueldad salvaje ya no nos causa tanto efecto –nuestra selva cotidiana nos ha curado de espantos– y ahora cuentan más las historias de proximidad y con un punto crepuscula­r, de paraíso que nos estamos dejando perder.

En este sentido es modélica la película que hace unos días ganó el Oscar al mejor documental, Lo que el pulpo me enseñó, que se puede ver actualment­e en Netflix. Durante un año, un director de documental­es de Sudáfrica visita cada día un pulpo en su hábitat, filma sus encuentros y nos relata en primera persona su particular conexión. A veces parece una historia de amor. No hay besos, o sí, pero sobre todo hay un aprendizaj­e de las emociones, un reconocimi­ento mutuo. Sabemos que los pulpos son animales inteligent­es, con estrategia­s de defensa muy ingeniosas, y la película nos lo muestra de una manera natural, nada invasiva, sin abandonar la mirada científica. Más que una historia de amor es como si el documental­ista en crisis hiciera cada día terapia con el pulpo –y le funciona–.

Me gusta pensar que la tregua que tuvimos que conceder al medio ambiente durante el confinamie­nto más duro también nos la dimos a nosotros mismos

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Jordi Puntí

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