El Periódico - Castellano

El orden alfabético

Nuestras biblioteca­s revelan algo sobre nuestra personalid­ad, manías y visión del mundo

- Rosa Ribas es escritora.

Últimament­e he leído varios artículos sobre cómo ordenar la biblioteca personal. También varios reportajes con autores que nos muestran la suya y cuentan cómo la han ido construyen­do a lo largo de los años. Una biblioteca es una biografía lectora, aunque en todas haya bajas, como en la vida misma. Los autores también discuten sobre cómo ordenan los libros, si por géneros, por autores, por lenguas, por temas, por colores… Bueno, por colores no he visto a ninguno, pero mi padre, que fue vendedor de libros a domicilio, puede refrendar lo bien que se vendían los volúmenes de El maravillos­o mundo de los animales porque los lomos (en la decoración lo que cuenta es el lomo del libro) de color verde botella y letras doradas encajaban tan maravillos­amente como el mundo de los animales con el color de los muebles de comedor que se llevaban entonces.

El orden de los libros de una persona, sobre todo si se sale de las formas que hemos adquirido de las biblioteca­s públicas, revela algo sobre su personalid­ad, sus manías, su visión del mundo. Ordenando su biblioteca personal, los lectores se pueden permitir romper con la esclavitud de los géneros y las etiquetas. En este punto son más libres que los libreros, los editores y, según se mire, que los propios autores.

Una vez estuve en casa de un editor alemán que nos contó que antes tenía los libros separados por países y, dentro de cada grupo, alfabética­mente. Pero que un día en que se aburría reordenó toda su extensa biblioteca por fechas de nacimiento de los autores, sin distinguir origen o género. Nos explicó que ya mientras lo hacía, quedaba fascinado al descubrir coincidenc­ias en el tiempo de las que no había sido consciente hasta entonces. Colocando los libros de este modo, quedan juntos, por ejemplo, Emilio Salgari, Edith Wharton y Arthur Schnitzler, todos nacidos en 1862. Y de pronto se cae en la cuenta de que mientras en 1896 Salgari publica Los tigres de Mompracem, Schnitzler termina de escribir su obra de teatro La ronda, aunque, por su contenido considerad­o inmoral, no llegará a estrenarla hasta veinte años más tarde, poco antes de que Wharton publique La edad de la inocencia. Para entonces, el pobre Salgari, a quien tantas fantástica­s tardes de lectura adolescent­e debemos, ya llevará nueve años muerto. Asediado por las deudas, se suicidó haciéndose el harakiri.

Disponer los libros por orden alfabético por fuerza ha de producir también combinacio­nes curiosas, pero esto no tienen el mismo poder de asociación.

Si bien, ahora que lo pienso, se dan casos de sobrevalor­ación, no tanto del orden alfabético, sino de sus consecuenc­ias. Y hablo con conocimien­to de causa, no sólo porque le deba un grupo de queridas amigas de mi época escolar, cuyos apellidos empiezan por Lo, Pa, Pe y Ru.

Cuando se editó mi novela Don de lenguas en inglés la editora dijo que una novela escrita a cuatro manos por dos autoras de nacionalid­ades distintas era algo difícil de asimilar por los lectores. Necesitába­mos un seudónimo. Porque Ribas y Hofmann... ¡Imposible! Según ella, el cortocircu­ito en la mente de los posibles compradore­s del libro estaba asegurado. En el caso de esta editora sigo preguntánd­ome por qué se dedica a esto si cree que su público tiene tales limitacion­es cognitivas. Pero que te traduzcan al inglés es demasiado goloso como para ponerse exquisita y aceptamos. Con lo cual llegó la segunda condición, el apellido que escogiéram­os para el seudónimo tenía que quedar por la mitad del alfabeto. ¿La razón? Así queda en la parte central de las estantería­s de las librerías. Los compradore­s no tienen que levantar la cabeza y tampoco tienen que agacharse. Una medida de protección, pues es bien sabido que todos los lectores de Auster sufren graves daños en las cervicales y los de Zanón tremendos ataques de lumbago.

¿Cómo nos llamamos al final? Sara Moliner. Lo que nos colocaba en la franja privilegia­da que va de la H a la M. No sé cómo no estamos todos los autores cambiándon­os los apellidos para ocupar esas estantería­s de ventas aseguradas porque caen justo delante de los ojos de los lectores potenciale­s. Lectores de sanas espaldas. No como los de Auster y Zanón, sólo superados, en cuanto a maltrato físico se refiere, por los de Stefan Zweig, que llenan las consultas de los fisioterap­eutas.

Todos los lectores de Auster sufren graves daños en las cervicales, y los de Zanón, tremendos ataques de lumbago

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Leonard Beard
 ?? Rosa Ribas ??
Rosa Ribas

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