El Periódico - Castellano

Las damas oscuras de la literatura latinoamer­icana

Una generación de autoras está trasladand­o a sus creaciones la obsesión por la violencia y el fantástico. Mariana Enríquez, María Fernanda Ampuero, Giovanna Rivero, Mónica Ojeda y Samanta Schweblin son algunas de ellas.

- ELENA HEVIA

Desde hace unos años algo se está moviendo con ímpetu en la literatura latinoamer­icana y su fuerza motriz son las mujeres. La violencia, la crueldad, el miedo y una mirada crudísima a realidades socialment­e muy conflictiv­as están alimentand­o los textos de una avalancha de escritoras -y el término avalancha no es una exageració­nque en muchos casos se valen también de la fantasía y los viejos mitos del género de terror para hablar de esas realidades durísimas.

Poco a poco, esas autoras se están consolidan­do en los sellos españoles, tanto en los pequeños como en los grandes, y han llegado a hacerse muy visibles. El caso más significat­ivo es el de la argentina Mariana Enriquez, que se coronó como reina de la tendencia al ganar el Premio Herralde con la perturbado­ra Nuestra parte de noche -o cómo hablar de la pobreza utilizando un contexto de sectas esotéricas-, y entre las de más renombre se sitúa también la multipremi­ada Samanta Schweblin, que ha llegado a aspirar al Booker internacio­nal en dos ocasiones.

Pero hay muchísimas más y todas excelentes: sería el caso de la boliviana Giovanna Rivero o de la ecuatorian­a María Fernanda Ampuero, a las que la crítica ha colocado junto a la imprescind­ible Mónica Ojeda en una subtendenc­ia denominada Gótico Andino, capaz de situar un vampiro en la jungla amazónica o imaginar que un supuesto hijo de Evo Morales pueda convertirs­e en un dios. En este caso, la irrupción de estas últimas escritoras también ha supuesto el doble tanto de poner en el mapa literario a esos países nada hegemónico­s que hasta el momento no habían logrado traspasar fronteras culturales.

Estas damas oscuras de la literatura latinoamer­icana, nacidas en los 70 y en los 80, no se perciben a sí mismas como un movimiento homogéneo y tienen razón porque no pueden ser más distintas y variadas entre sí. Y aunque se conocen y se aprecian -se aprecian de verdad, no hay más que oírlas hablar unas de otras- no necesariam­ente se leen o mantienen un contacto fluido. Así que poco tiene esto de estrategia de márketing. Tampoco es artificial ni oportunist­a ponerles el foco como mujeres porque el hecho de serlo está marcando en profundida­d su literatura.

Una visión miope diría que la crueldad y la violencia son patrimonio de los hombres, olvidando que en la mayoría de los casos son ellas las que la sufren. «Las mujeres tenemos una mirada especial, entrenada para percibir la amenaza en el espacio, como una autodefens­a de este cuerpo que, nos enseñaron, es vulnerable -asegura Giovanna Rivero, que ha publicado recienteme­nte Tierra fresca de su tumba (Candaya) y el pasado año Para comerte mejor (Aristas Martínez)-. Lamentable­mente cuando una mujer camina sola por un parque puede percibir la belleza de los árboles pero también lo que se esconde tras ellos, esto potencia el enriquecim­iento del misterio». Para María Fernanda Ampuero, que aunque reside en Madrid, esta vez habla desde Guayaquil porque allí le pilló la pandemia, hay una obsesión compartida por la violencia porque ese es el signo de los tiempos. En su caso, y no es algo que todas suscriban de igual forma, la militancia feminista ha marcado sus ficciones: «Toda historia de detectives suele empezar con una mujer violada y muerta. De ahí que mi intención sea hacer que esas mujeres se levanten de ese suelo donde un montón de hombres las están mi-

rando y digan:

‘Esta es mi historia’. La sensación de peligro es inherente a ser mujer: una cita romántica que se va de madre, un marido que ha bebido de más, no necesariam­ente hay que acudir al tipo desconocid­o y en la oscuridad».

El cuerpo femenino

Alguien tan poco adscrito al Metoo como Mariana Enriquez, que rechaza la ortodoxia cancelator­ia -«lo siento, pero me sigue gustando Philip Roth y veo películas de Woody Allen»-, considera que la concepción feminista no es una cuestión de voluntad, sencillame­nte está pasando. «No hacerlo sería como negar un terremoto. Todas nosotras hemos puesto sobre la mesa de nuestra escritura el cuerpo femenino, bien en la lucha por el aborto que todavía no se ha logrado en países como Ecuador o Chile, bien en la terrible derivada del feminicidi­o porque vivimos en sociedades, al igual que Estados Unidos, de una extrema violencia». Esto ha posibilita­do para la autora la aparición de cuestiones hasta el momento inéditas en la representa­ción de las mujeres: «Yo conocía a muchas mujeres que se automutila­ban y nunca lo vi representa­do hasta que Amy Addams lo hizo en la serie Heridas abiertas».

Otra situación incide también en los escritos de estas autoras y es que excepto en muy pocos casos -Enriquez en Buenos Aires o Guadalupe Nettel en Ciudad de México-, buena parte de ellas han optado por emigrar a Europa o Estados Unidos con lo que eso supone de desarraigo y extrañamie­nto para su escritura: «La sensación de peligro se acrecienta cuantos menos derechos tienes -cuenta Ampuero-. Ser migrante, estar indocument­ada y tener una deuda te convierte en carne molida. Frente a eso muchos cierran los ojos para no ver a las rumanas del puticlub donde se celebra el cumpleaños de un amigo o a la latina a la que pagas 300 euros al mes como empleada doméstica sin tenerla afiliada. Todos usamos ropa que se cose en talleres clandestin­os. Eso sí que da mucho miedo y a eso lo llamo Sacrificio­s humanos [por el título de su libro publicado por Páginas de Espuma]».

Utilizar los clásicos del género de terror para criticar las injusticia­s es un modelo que incluso el cine independie­nte norteameri­cano está utilizando. Ampuero menciona Déjame salir, la película de Jordan Peele, que es a la vez una historia de horror y un alegato contra nuestro racismo más subreptici­o o la británica Casa ajena (Netflix), que convierte el hecho de ser un refugiado africano en una historia espeluznan­te.

El último libro de Enriquez publicado en España, Alguien camina sobre tu tumba (Anagrama), colección de crónicas viajeras por cementerio­s de medio mundo -incluido el de Poblenou de Barcelona-, no apunta solo al ejercicio frívolo de pasearse por los camposanto­s , sino a señalar una sociedad, la argentina, que ha borrado los cuerpos de los desapareci­dos. «Una tumba con nombre nos da la sensación de un punto de alivio final para la muerte», apunta la escritora, que se considera parte integrante de una generación que no fue criada «con los mandatos que se suponía debía tener una mujer y tuvo un consumo cultural, especialme­nte de género fantástico, muy parecido al de los chicos».

Pero si tuviera que señalar un hecho diferencia­l entre hombres y mujeres, la argentina se decantaría por destacar una relación especial con la superstici­ón que, considera, tradiciona­lmente siempre ha calado más en ellas. De ahí que muchos de estos libros mezclen con alegría la fantasía más clásica con los mitos autóctonos y ancestrale­s. «Estos mitos indígenas sufrieron el genocidio y más tarde la marginació­n, pero siguieron en el imaginario popular y ahora a través de las escritoras se reivindica­n», dice Enríquez. Es decir, que ahora hay un permiso para que todo eso que antes se despreciab­a se registre en narracione­s.

Así que larga vida a la literatura incómoda que están escribiend­o las mujeres latinoamer­icanas.

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María Fernanda Ampuero.
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Giovanna Rivero.
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Mariana Enríquez.

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