El Periódico - Castellano

Sarrià oculta una de las plazas más bonitas de BCN, la de Sant Gaietà.

Te da el mismo subidón que a la nueva factura de la luz. La plaza de Sant Gaietà está en los ‘rankings’ de «lugares más bonitos». Así conviven los vecinos con los ‘instagrame­rs’ .

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Aquí te da el mismo subidón que a la nueva factura de la luz. Entras en un callejón sin salida y en unos pocos pasos acabas en un rincón más florido que si hubieras quedado con Blancaniev­es. A poco que esperes, 10 minutos como mucho, verás asomar al menos un par más de cabezas con disimulo de espía de serie B. Son dos veinteañer­as que han venido a hacerse fotos para una marca de moda. «Vienen con ropa y se van cambiando», dice Maruja con deje rutinario. Hace años que los tiestos de esta vecina de Sarrià se fotografía­n con devoción turística.

Plaza de Sant Gaietà. Es un nombre que te dirá de carrerilla cualquier instagrame­r bien informada. La incluyen en los rankings de «lugares más bonitos» de Pinterest. «La plaza más bonita y desconocid­a de Barcelona», la han condecorad­o en internet. Se extiende por las redes como «el raconet». El rinconcito. «Uno de los secretos mejor guardados del barrio de Sarrià». Carnaza para selfis.

«¿Se puede pasar?»

El cartel que indica la plaza solo se ve si se camina sin prisas por la calle del Pare Miquel de Sarrià. La callejuela está a unos pocos metros del mercado. Entras con pudor: «¿Se puede pasar?». Parece un patio privado. Los curiosos suelen pedir perdón a los vecinos más que Jordi Pujol en su último libro. Ojos parpadeant­es, la boca abierta. No te la esperas: una plaza minúscula, pavimento a la italiana, flores y flores y flores coloridas. Habrá ¿100 tiestos? «¿Qué más da? El número es lo de menos». La voz sale de una de las puertas de al lado. Es Maruja. «Yo soy la sufridora», se presenta.

Maruja Alonso. Es la que siempre tiene a mano unas tijeras de podar. 77 años. Habla con el reprís de quien tiene mucho que contar. Vive en la plaza desde hace 34, 35 años, calcula de memoria.

«El baño estaba todavía en el patio», resopla al recordarlo. Cuando ella se mu- dó, la plaza aún era de tierra. «Estaba sucia y por la noche venían a pincharse», pone los ojos en blanco. La pavimentar­on poco después. «Y empecé a poner plantas. A hacerme un caminito para tener más seguridad», justifica su afán florido.

En el minipatio de su casa plantó una buganvilla que ya llega hasta el tejado. Enseguida expandió sus tiestos en flor a la plaza pública. «Fui añadiendo más, añadiendo más…». Ya no sabe ni cuántas plantas tiene. «Este año, como he estado más en casa, he gastado más dinero», dice. «Rosales, protunias, calibracho­as, lobelias, geranios, begonias». Te las va enseñando, cortando aquí y allá. Los curiosos que se la encuentran en la plaza se van con un «puñadito», que dice ella. ¿Su secreto? Menea la cabeza. «Cuando me dicen: ‘¿Les hablas?’, yo digo: ‘No, no las castigo –se ríe–. Ya castigo a los demás, que hablo mucho. Yo las cuido».

La plaza de Sant Gaietà ha pasado a tener estatus turístico. «Según el aforo establecid­o semanalmen­te por Maruja», bromea Enrico, otro de los vecinos. Suelen toparse con turistas, instagrame­rs, curiosos con pose de «pa-ta-ta», personas mayores de ruta urbana. Aun ahora que tienen una fachada en obras. Da igual, no molesta para los selfis. «Muchos colegios con niños pequeñitos se sientan aquí por la mañana a pintar las flores», añade Roser. «Y pintores de verdad», apunta Alejandro. «Una vez vino una pareja a hacerse la foto de boda», cuenta Maruja. Pero no, los vecinos aún no tienen que salir de casa a lo Kardashian esquivando fotógrafos. «No es todavía una cosa incómoda», aseguran.

30 años como vecinos

Hoy se han juntado en la placita una decena de vecinos para esta crónica. Sus reuniones se intuyen más entretenid­as que las de La que se avecina. Algunos se conocen desde hace 30 años. «Son casas pequeñas –se ríe Mercè–. Te oyes un poco». Durante el confinamie­nto se hablaban por los tejados.

«Cuando nosotros vinimos aquí –Mercè lleva 28 años en la plaza–, venían a fumar los de los coles de aquí al lado». Y a comer pipas. «Y yo les sacaba la escoba para que barrieran», se ríe. «En Halloween vienen niños a pedir caramelos –cuenta María junto a su hijo Albert–, les hace gracia poder llamar a tantas puertas».

Aparece Amelia, la madre de Roser. «Desde el año 60 aquí viviendo», suspira. Tiene 86. Ha visto de todo. «De todo». Y te agarra del antebrazo, que es como se confían los mejores recuerdos. «¡Mira!». Te lleva a su puerta. «Hasta aquí llegaba la nieve», indica un metro holgado. Aquí vivió la nevada del siglo: la del 62. «Nosotros somos los más antiguos –detalla Roser–. Somos la 13ª generación de la misma familia que vivimos aquí».

Ahora entra en la placita una nonagenari­a en silla de ruedas. «María Jesús Aguado», se presenta con nombre y apellido. Vecina de Sarrià de toda la vida. «¡Lo cambiada que está esta plaza!», resopla entre recuerdos con arrugas. Maruja le va cortando una rosa.

«Yo tengo flores porque me gustan, y me gusta que las disfruten también los demás –se encoge de hombros la jardinera de la plaza–. Es como el arte en un museo, que es para todos. Pues lo mismo». ¿Una artista de las flores? «No –puntualiza–, trabajador­a».

Un gato callejero se desliza con familiarid­ad entre los tiestos. Ahí en medio de las plantas tiene su comedero. «El gato no es mío –se ríe Maruja–. Me ha adoptado él a mí». ¿Que qué le dan las plantas? «Calidad de vida –sonríe ella–. Es que es mi bienestar también. Ahora, cuando florezca la buganvilla, desde dentro de casa parece que viva dentro de un árbol».

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 ?? Laura Guerrero ?? Vecinos de la fotografia­da plaza de Sant Gaietà posan delante de los tiestos en flor de Maruja. De izquierda a derecha, Roser y Manel (de pie), María junto a su hijo Albert, Maruja, Enrico y María acompañado­s de sus dos hijos, Alejandro (sentado en el suelo) y, al fondo, Mercè.
Laura Guerrero Vecinos de la fotografia­da plaza de Sant Gaietà posan delante de los tiestos en flor de Maruja. De izquierda a derecha, Roser y Manel (de pie), María junto a su hijo Albert, Maruja, Enrico y María acompañado­s de sus dos hijos, Alejandro (sentado en el suelo) y, al fondo, Mercè.
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