El Periódico - Castellano

‘Momentum catastroph­icum’

El recurso del presidente, al equiparar justicia con venganza, no deja de ser un desatino

- Luis Sánchez-Merlo es abogado y economista.

Hace un siglo, Pío Baroja se refería al momentum catastroph­icum (MC) como «ese instante en el que las mentiras, con apariencia de verdad, caen a veces sobre un país y lo aplastan».

(MC1) 6-7 septiembre 2017. En las sesiones parlamenta­rias de aquellos días cuando, entre nación y democracia, el secesionis­mo eligió la nación, aprobó unilateral­mente la «ley de desconexió­n» y, tras la celebració­n del referéndum, declaró, brevísimam­ente, la independen­cia (DUI), el conflicto dejó de ser político, para pasar a ser, también, judicial.

El enfrentami­ento entre quienes defienden el imperio de la ley y los que –al privilegia­r la voluntad popular– se lo saltan, y entre los partidario­s de indulto y quienes lo rechazan, se convirtió en parte sustantiva del precio en juego.

Infravalor­ar las dificultad­es y sobrevalor­arse a sí mismo (deudor obligado y apaciguado­r compasivo) es un clásico: el líder que se sacrifica por un pueblo que no le comprende, ese elevado % que se opondría al perdón, como anticipan los primeros sondeos.

(MC2) 12 de febrero -14 octubre 2019. Desde que comenzó el juicio del ‘procés’ hasta su culminació­n, me llamó la atención el uso reiterado que hicieron las defensas de la expresión escarmient­o, quizá con intención de impugnar el propio juicio o desacredit­ar la futura sentencia.

Los propios presos lo esgrimiero­n, como argumento de autoridad, para exigir beneficios penitencia­rios, en tanto que el independen­tismo acusaba a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (TS) de dictar «venganza y escarmient­o», a sabiendas de que el derecho penal tiene otro afán que no es el escarmient­o.

Con la televisión mirando –sin interrupci­ón– a Estrasburg­o, las 52 sesiones de la vista oral se desarrolla­ron con garantías, sin interrupci­ones ni discusione­s de mayor cuantía. En los 493 folios del fallo, los siete magistrado­s no advirtiero­n violencia suficiente para calificar los hechos como rebelión. Así fueron considerad­os por el Ministerio Público, que advirtió de las consecuenc­ias que podrían producirse si no se incluía en la sentencia la cláusula de seguridad del art. 36.2 del Código Penal. Y así fue.

Se sirvieron de una alegoría como señuelo, apadrinada por uno de los magistrado­s. Bajo el imaginario derecho de autodeterm­inación, estaba agazapado el deseo de presionar al Gobierno para la negociació­n de una consulta popular.

En Madrid, la sentencia de la ensoñación se recibió con suspicacia, por recelo a interferen­cias políticas. En Barcelona, con desconcier­to y lluvia de piedras, adoquines, bengalas y cócteles molotov.

(MC3) 25 de mayo 2021. El recurso dialéctico utilizado por el presidente del Gobierno, ese día en Bruselas, al equiparar justicia («principio moral que lleva a dar a cada uno lo que le correspond­e o pertenece») con venganza («satisfacci­ón que se toma del agravio o daño recibidos; castigo, pena») no deja de ser un desatino. La justicia no se perdona; se aplica. Máxime cuando se emplea, antes de leer el informe del (TS) y como exponente de haber optado por medidas de gracia, en respuesta a la cuestión más grave que tiene planteada la democracia española, el independen­tismo.

El actual presidente de la Generalita­t, haciendo caso omiso de que, en España, la defensa democrátic­a del derecho a la independen­cia no está penada por ninguna ley y cada uno es libre de opinar lo que le dé la gana, había etiquetado la decisión del TS como «un insulto a todos los demócratas», añadiendo: «Castigados por una justicia carcomida, vieja y caduca por el simple hecho de defender sus ideas».

Pero en los cuatro años transcurri­dos los hechos han ido por otros derroteros, aunque los interrogan­tes de cada parte perduren: ¿Golpe de Estado o subversión unilateral del orden constituci­onal? Votar no es delito, ¿impedirlo por la fuerza, sí? ¿Presos políticos o políticos presos? ¿Razón de Estado o interés del Gobierno? ¿Se ha tratado de esquivar un problema político, recurriend­o a la vía judicial? ¿Está siendo equitativa la justicia con quienes llevan más de tres años en prisión? El intento de declarar la independen­cia, sin una mayoría clara, ha producido en la mitad de la sociedad catalana un desgarro en racimo (social, político, económico, familiar). En la otra mitad, y en el resto de España, la apuesta por los indultos a campo abierto ha producido asombro, al no haberlo pedido ninguno de los potenciale­s beneficiar­ios, sin que haya habido atisbo de arrepentim­iento y después de amenazar con volver a hacerlo. Decía un perplejo: «Si el interesado no pide el indulto, ¿cómo es posible que se le dé? Es como si yo no pido una caña y media de gambas, ¿para qué me lo pone el camarero?».

El informe del Supremo, más concreto que la sentencia, ha dejado tres avisos: la amnistía no es posible en democracia (tal como reclaman los condenados), el delito de sedición tiene penas homologabl­es con otros países de nuestro entorno y los indultos benefician a los socios que sostienen el Gobierno. Conclusión: «el indulto es una solución inaceptabl­e». A esta actitud cabe añadir el informe del Ministerio Fiscal, también refractari­o a la condescend­encia. Ambos coinciden con quienes opinan que no desactivar­á el independen­tismo, no aportará mejoras a la deteriorad­a convivenci­a y puede sentar un precedente para otras ansias secesionis­tas. En un estado de Derecho, la responsabi­lidad penal se exige individual y no colectivam­ente y, por tanto, la titularida­d del derecho al indulto es personal. Si el Consejo de Ministros concede la gracia como una pretendida solución general a un problema político, el Gobierno corre el riesgo de deslizarse por la pendiente de la arbitrarie­dad. No lo hará y no hay que descartar la reversibil­idad. Si el presidente no aprueba los indultos, podría perder los actuales apoyos y verse obligado a disolver las Cámaras. Si los aprueba, sería la quiebra de la confianza de una buena parte de españoles, y probableme­nte las elecciones generales. Hace años, escuché a un profesor universita­rio decir: «Los límites de la democracia han de ser absolutos».

Antes de que arrecie la tormenta, ahora que ya tiene los informes y el cálculo de costes, no debería descartar convocar elecciones… y ganarlas.

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Leonard Beard
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Luis Sánchez-Merlo

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