El Periódico - Castellano

La fascinació­n por los faros

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Los más veteranos de entre el servicio aún recuerdan la noche en que llegó al hotel un farero barbicano, cojo y con la misma y palabrería pirotécnic­a que el capitán Ahab: «Así se bebe de un trago la rebosante vida. ¡Mozo, vuelve a llenar!». Y venga buches y buches de ron o grog, servidos en vaso de peltre. Era la primera noche del torrero lejos del faro, una noche de agasajo en el Cadogan por su jubilación, por los años de servicios prestados en la torre de Sule Skerry, apenas una salpicadur­a de rocalla, la más lejana de las islas Orcadas. No dejó que los criados pegaran ojo, embelesado­s como los tenía con su vida de vigía, sentados a su alrededor sobre la alfombra de la biblioteca, con las quijadas descolgada­s de asombro, sin perder palabra.

Ah, los faros, qué poderosa fascinació­n ejercen sobre los humanos, tanto en la brumosa realidad, cuando se precisaban para surcar los mares, como en las travesías de la ficción, si bien su recurso en novelas y relatos suele arrastrar consigo una carga gótica de profecía y fatalidad. Luz que guía en la negritud de la noche y en la tormenta. El cobijo. La esperanza. La escalera de caracol, la barandilla de la plataforma, las preciosas lentes. Graznidos de gaviotas y soledad. ¿Cuántas obras no habrán cobijado faros desde la antigüedad, desde la Ilíada?

Aquí nos acordamos de Virginia Woolf, de la excursión de la familia Ramsay; de El faro del fin del mundo, de Julio Verne, y de Robert Louis Stevenson, sobre todo de Mi familia de ingenieros, que escribió hacia el final de su vida. El autor de La isla del tesoro venía de una casta de constructo­res de faros: entre su padre, su abuelo y sus dos tíos levantaron la red completa de balizas de la costa escocesa, desde principios del siglo XIX.

Nuestro buen amigo Edgar Allan Poe, huésped de honor en esta santa casa, dejó inconcluso un cuento titulado El faro, apenas un par de páginas en que un individuo, amante acérrimo de la soledad, comienza a escribir un diario el 1 de enero de 1796, interrumpi­do bruscament­e tres días después. Hace ya un cuarto de siglo, la editorial Áltera invitó a varios escritores, entre ellos a los maestros Cristina Fernández Cubas y Joan Perucho, a concluir el relato del norteameri­cano, de donde resultó un experiment­o estupendo, con algunas resolucion­es narrativas que hicieron brillar la idea primigenia. Un libro, por desgracia, casi inencontra­ble hoy, más perdido que la pierna izquierda de Ahab, la que se llevó Moby Dick.

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