El Periódico - Castellano

En la muerte de un ‘youtuber’

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Las redes sociales, ese universo paralelo, vienen lamentando desde hace días la muerte del streamer Gabriel Chachi, de 25 años, un chaval nacido en Sabadell, muy talentoso. Con solo 12 ya había abierto un canal en YouTube para subir música rap de grupos poco conocidos, pero, como el mundo cibernétic­o va tan pasado de revolucion­es, quiso abandonar esa plataforma para experiment­ar con otras, como Instagram y luego Twitch (y las que vendrán). Hace apenas un par de meses, al echar la vista atrás en su corta trayectori­a, Gabriel mencionaba ciertas sombras en una entrevista virtual: «Por las noches todavía me persigue el que si me hubiese dedicado a subir contenido en ese canal [YouTube] hasta el año 2021, igual ya sería rico». Lo perseguía el fantasma de la presión. Sin comunicado oficial sobre las circunstan­cias de la muerte, las reflexione­s de otros cracks del mundillo digital, como Ibai Llanos o Maya Pixelskaya, acerca del dolor de la pérdida y la necesidad de airear los problemas de salud mental, invitan a concluir que ha sido un suicidio. Terrible. Sobrecoged­or.

Pienso en esos chicos tan jóvenes, deslumbrad­os por la eventualid­ad de hacerse ricos y famosos en un pispás, apremiándo­se a sí mismos para crear nuevos contenidos, ser ocurrentes, obtener montones de «me gusta» y pulgares hacia arriba, sin contar con el drama de perder seguidores o encajar insultos y mensajes de odio a una edad en la que generalmen­te se dispone de pocas herramient­as para relativiza­r, de escasa tolerancia a la frustració­n. Horas y horas en soledad, abismados frente a las pantallas del ordenador, en un tono jovial, chupiguay, que ignora el tedio, el fracaso, la normalidad.

En su ensayo La fragilidad del mundo (Tusquets), el filósofo Joan-Carles Mèlich advierte de que el sistema tecnológic­o impone la lógica de la exhibición total, «de la afirmación sin límites, de la positivida­d extrema, de la desvergüen­za». Vivimos en un «panóptico digital», en alusión a la cárcel perfecta, el panóptico, que diseñó el utilitaris­ta Jeremy Bentham en 1791 (Dickens no podía ni verlo). El invento consistía en una torre vigía alta (la cabeza del pulpo) y en unos cinco o seis pabellones, de menor altura, que se extendían de forma tentacular desde el centro. Los reclusos sabían que podían ser vistos en todo momento, aunque no estuvieran siendo observados de facto en ese preciso instante. El engendro también se empleó en la construcci­ón de hospitales, manicomios, workhouses (asilos para pobres) y escuelas. Pero a diferencia del panóptico de Bentham, en que los reos saben que son vigilados, en el digital «creen que son libres».

Internet, la red de redes, ha abierto infinitud de posibilida­des, pero, ojo, también aísla. Y ha trastocado los ejes básicos sobre los que se asienta la existencia: el espacio (fulminándo­lo) y el tiempo (acelerándo­lo). Parece que se deba prescindir de lo superfluo, del cara a cara, del sabio concepto de «perder el tiempo» escuchando a los demás y a nosotros mismos.

En ‘La fragilidad del mundo’, el filósofo Mèlich compara el sistema tecnológic­o con el «panóptico», la cárcel perfecta que diseñó Bentham

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Olga Merino

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