El Periódico - Castellano

Sueños y pesadillas

La independen­cia es vista por una parte de la sociedad catalana como la utopía disponible, pero es percibida por otro sector como una distopía, es decir, una utopía en negativo

- Rafael Jorba es periodista. Secretario del comité editorial.

Más allá de la apuesta por el diálogo y la renuncia implícita a la unilateral­idad, el factor más relevante de la carta manifiesto de Oriol Junqueras Mirando al futuro –remitida desde el centro penitencia­rio de Lledoners, coincidien­do con el primer encuentro entre los presidente­s Pedro Sánchez y Pere Aragonès en Barcelona– es su «reflexión profunda» sobre el referéndum del 1-O de 2017. El líder de ERC tiende la mano a los que «se hayan podido sentir excluidos» y apuesta por «construir un futuro que incluya a todos».

El presidente de ERC afirma que «la reacción del Estado fue percibida por gran parte de la sociedad catalana como cada vez menos legítima y alejada de los principios democrátic­os». Sin embargo, acto seguido, añade: «Pero al mismo tiempo, debemos ser consciente­s de que nuestra respuesta tampoco fue entendida como plenamente legítima por una parte de la sociedad, también de la catalana». Junqueras no solo no apela al «mandato democrátic­o» del 1-O, sino que reconoce por primera vez que muchos catalanes se sintieron excluidos.

No se trata solo de una considerac­ión jurídica sobre los hechos de septiembre y octubre de 2017 que vulneraron el orden constituci­onal y estatutari­o –las leyes de desconexió­n, el posterior referéndum unilateral y la declaració­n final de independen­cia–, sino de una constataci­ón prepolític­a, situada en el plano emocional. La independen­cia es vista como un sueño por una parte de la sociedad catalana, como la utopía disponible, pero este sueño es percibido como una pesadilla por otro sector de la ciudadanía, como una distopía, es decir, una utopía en negativo. El paraíso de la independen­cia, en el que unos ven reflejada su plenitud identitari­a, representa el infierno para otra parte de la población que se siente catalana y española, en un grado o en otro, y que no percibe la secesión como un reto político sino como una fractura emocional.

Esta realidad dual, en el plano electoral y demoscópic­o, se traduce en una Catalunya empatada consigo misma, sin una mayoría clara de un signo o de otro. La solución no vendrá de un nuevo ejercicio de democracia ritual –otro referéndum–, sino de un retorno a la democracia deliberati­va y parlamenta­ria. No se trata solo de evaluar la legalidad de un referéndum de autodeterm­inación –instrument­o que se aplica a los pueblos sujetos a dominación colonial, racista o extranjera–, sino la idoneidad misma del instrument­o: nos abocaría de nuevo a una Catalunya dividida en dos mitades: el 51% frente al 49%, o viceversa.

Las fuerzas políticas catalanas, sabedoras de que la reforma del Estatut exige las dos terceras partes de los miembros del Parlament (90 escaños), deberían ser capaces de acordar una carta de autogobier­no que pudiera ser refrendada por una proporción equivalent­e de la población. La vía plebiscita­ria reproducir­ía un déjà-vu: aquella Catalunya empatada consigo misma, con una mitad de los catalanes muy satisfecho­s y la otra mitad muy cabreados, en un sentido o en otro; la vía de la democracia deliberati­va, de puertas adentro y de puertas afuera, permitiría que una amplia mayoría pudiera sentirse moderadame­nte satisfecha.

No es una tarea fácil. En Catalunya, las fuerzas independen­tistas deben asumir que no pueden alcanzar la independen­cia con menos respaldo parlamenta­rio que el que exige una reforma estatutari­a. En España, los partidos que se definen como constituci­onalistas no pueden seguir parapetánd­ose detrás de una Carta Magna, de naturaleza no militante, que no debe ser la cárcel para combatir la diversidad sino el terreno de juego compartido para integrarla y alumbrar un nuevo nosotros, es decir, nosotros con los otros.

Sobran la retórica patriótica y la dialéctica guerracivi­lista. Es una técnica que las derechas españolas ya utilizaron en los debates del Estatut de 1932. Manuel Azaña, el 27 de mayo de aquel año, constató que la protesta se hacía en nombre del patriotism­o y alertó: «Ningún problema político tiene escrita su solución en el código del patriotism­o (...) Quiere esto decir, señores diputados, que nadie tiene el derecho de monopoliza­r el patriotism­o, y que nadie tiene el derecho, en una polémica, de decir que su solución es la mejor porque es la más patriótica; se necesita que, además de patriótica, sea acertada». ¡Ojalá acertemos ahora!

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Oriol Junqueras no solo no apela al «mandato democrátic­o» del 1-O, sino que reconoce por primera vez que muchos ciudadanos se sintieron excluidos
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