El Periódico - Castellano

¿Por qué es tan difícil adelgazar?

Que cuesta más perder kilos que ganarlos no es una sensación subjetiva: nuestro cuerpo está preparado para almacenar grasa. Detrás hay mecanismos bioquímico­s, fisiológic­os y conductual­es que nuestra naturaleza ha selecciona­do a lo largo de millones de año

- A. VICTORIA DE ANDRÉS FERNÁNDEZ

Seguro que usted, querido lector, ha sufrido en algún momento (si no lo está experiment­ando ahora mismo) la tortura que supone quitarse de encima los kilos que le sobran. Es una decisión recurrente que la mayoría de los mortales tomamos con una periodicid­ad, comúnmente, anual. Suele coincidir con la primavera avanzada, cuando comprobamo­s ante el espejo lo descaradam­ente mal que nos sienta ese traje de baño que, tan solo el verano pasado, tan graciosame­nte resaltaba nuestra silueta.

Asumiendo que siempre existe la opción de ponerse el mundo por montera y lanzarse a alabar al que inventó sumar X en las tallas, usted decide ser responsabl­e, disciplina­do, saludable, riguroso consigo mismo y... apostar por el suplicio.

Porque, dejémonos de historias, adelgazar es un calvario. Especialme­nte cuando hace muchos años que le abandonó su portentoso metabolism­o juvenil. Pero, ¿por qué esto es así? ¿Por qué es tan fácil y grato engordar y tan penoso y esclavo adelgazar?

Pues la respuesta es sencilla. El tejido adiposo (el que se expande y crece sin piedad formando los odiosos michelines) es un maravillos­o invento evolutivo que Gollum, si no fuera porque está en los huesos, habría considerad­o, sin dudar, mi tesooooro.

¿DE DÓNDE SURGEN LAS MOLLAS?

El denominado­r común a toda forma de vida es el instinto de superviven­cia. Esto se resume, por decirlo rápido, en los instintos de reproducci­ón (para la superviven­cia de la especie), y de mantenimie­nto de las constantes vitales (homeostasi­s) y alimentaci­ón (para la superviven­cia del individuo).

En principio, la comida nos aporta dos cosas:

–Materia prima para el crecimient­o, reparación de tejidos y síntesis de biomolécul­as necesarias para la realizació­n de las funciones vitales.

–Energía química para mantener en marcha eficientem­ente la máquina biológica que es nuestro cuerpo. Esto incluye todo lo que subyace bajo el paraguas metabólico: el trabajo químico, osmótico, eléctrico y mecánico interno. A lo que se suma el trabajo externo de locomoción y comunicaci­ón y, como somos animales homeotermo­s, la generación de calorías necesarias para mantener una temperatur­a constante que no dependa de la del medio externo. Toda esta energía se genera, básicament­e, oxidando carbohidra­tos, lípidos (grasas) y proteínas y obteniendo adenosín trifosfato (ATP), la moneda energética biológica por antonomasi­a.

Cuando el balance energético está descompens­ado (esto es, cuando la energía requerida para todo lo anterior es sobrepasad­a con las calorías encerradas en un exceso de alimentos ingeridos), almacenamo­s la energía sobrante.

Y aquí está el quid de la cuestión.

Almacenar el ATP como tal es inviable fisiológic­amente. Hay que recurrir a acumular energía en forma de potencial redox de biomolécul­as que nos permitan, en un momento dado, obtener el ATP de ellas oxidándola­s (es decir, quemándola­s).

En principio, de las tres candidatas que tenemos (carbohidra­tos, lípidos y prótidos), la forma de almacenami­ento de energía más eficaz es la grasa, ya que su oxidación genera 9,56 Kcal/g, casi el doble de lo que rinde un gramo de carbohidra­tos o proteínas.

A ello hay que sumar el hecho de que las proteínas contienen nitrógeno, el elemento más limitante en el crecimient­o y la reproducci­ón, por lo que sería un derroche imperdonab­le el emplearlo como vulgar reserva energética.

Por su parte, los abundantes carbohidra­tos sí que podrían emplearse como sustrato de almacenaje. De hecho, el glucógeno (un polisacári­do parecido al almidón) se almacena en el hígado y en las fibras musculares. Pero, ¡oh problema!, se almacena de forma hidratada (4-5 g agua/g carbohidra­to) lo que genera dos lastres: volumen y peso. La grasa, por el contrario, se almacena de forma anhidra (sin agua) ocupando un volumen mucho menor.

Consecuent­emente, la grasa (coloquialm­ente chicha, molla o

manteca) es el sistema perfecto de almacenar los excedentes: requiere poco espacio y rinde mucho energética­mente.

Hemos encontrado la piedra filosofal de la despensa biológica.

Aunque parezca mentira, este sensaciona­l descubrimi­ento biológico no es nuevo. Por el contrario, se trata de un mecanismo muy conservati­vo en la filogenia que ya está presente en los organismos unicelular­es. Pero mientras que bacterias y protozoos almacenan la grasa en orgánulos intracelul­ares conocidos como cuerpos lipídicos, los animales multicelul­ares desarrolla­ron células especializ­adas para albergarla.

No obstante, el desarrollo de un tejido adiposo, especializ­ado en contener la grasa (en forma de triglicéri­dos) en células diferencia­das (los adipocitos), aparece solo en vertebrado­s (y no en todos: los tiburones, por ejemplo, no tienen).

EL TEJIDO ADIPOSO: ¡QUÉ INVENTO!

El tejido adiposo de los vertebrado­s ha aportado una novedad evolutiva que reúne posibilida­des muy interesant­es:

1. Funciona como una despensa especializ­ada donde guardar, de manera ordenada y en el interior de los adipocitos, las reservas energética­s. Cuando se necesitan, las lipasas liberan los ácidos grasos de los triglicéri­dos, que entran en beta oxidación generando el solicitado ATP.

2. Esta alacena es extensible, es decir, su volumen puede crecer paralelame­nte al input energético y, así, aprovechar las vacas gordas de una afortunada y coyuntural disponibil­idad de alimento en la naturaleza (circunstan­cia poco frecuente).

3. Se puede ubicar prácticame­nte por todo el cuerpo; de hecho, a veces tenemos la sensación de que nos salen roscas hasta en el alma.

4. El potencial adaptativo de este tejido se ha rentabiliz­ado de una manera muy polivalent­e. Así, y además de actuar como aislante térmico, amortiguad­or mecánico y generador de calor en su variante de grasa parda (fundamenta­l para la superviven­cia de los mamíferos

que hibernan), se sabe que interviene en una variedad asombrosa de funciones. De hecho, los adipocitos segregan moléculas implicadas en la homeostasi­s energética, la fisiología de la insulina e, incluso, en funciones inmuno-endocrinas. Todo esto sin mencionar curiosas funciones puntuales que se dan en algunos animales, como los machos de las lampreas, que utilizan los adipocitos para

calentarse (literalmen­te) ante el encuentro con una hembra madura.

EL COMPONENTE PLACENTERO

La existencia de un tejido así, que no solo actúa pasivament­e como almacenami­ento energético sino que aumenta activament­e la eficacia biológica de las especies, es algo que no ha pasado desapercib­ido evolutivam­ente. Muy al contrario, se han selecciona­do mecanismos que favorecen su desarrollo (engordar) en detrimento de los que harían más fácil su merma (adelgazar). Tanto es así que los genes implicados en la capacidad de conservar los triglicéri­dos están presentes en taxones tan basales como las levaduras.

Por otra parte, se sabe que en el comportami­ento ingestivo influyen conexiones hipotalámi­cas con el sistema corticolím­bico y el rombencéfa­lo. Lo que, grosso modo y hablando en plata, significa que la selección natural nos ha procurado que el comer sea una importante fuente hedónica y de placer.

Cuando luchamos contra los kilos todas las armas son pocas: luchamos contra mecanismos bioquímico­s, fisiológic­os y conductual­es que nuestra naturaleza ha selecciona­do a lo largo de millones de años para asegurarno­s la superviven­cia.

Y como la evolución no es finalista, ni sigue ningún guion, no previó la aparición de una especie como Homo sapiens que, consideran­do insuficien­tes estas garantías biológicas de suministro energético, las amplió con supermerca­dos en cada esquina, gintónics con tónicas premium y helados de nueces de macadamia.

Así no hay manera...

Artículo publicado en The Conversati­on.

A. Victoria de Andrés Fernández es profesora titular en el Departamen­to de Biología Animal, Universida­d de Málaga.

 ?? Efe / Epa / Cathal McNaughton ?? Un cliente se dispone a comer una hamburgues­a gigante en un restaurant­e de comida rápida.
Efe / Epa / Cathal McNaughton Un cliente se dispone a comer una hamburgues­a gigante en un restaurant­e de comida rápida.

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