El Periódico - Castellano

Biden y Putin: la desconfian­za

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El desenlace de la reunión en Ginebra de Joe Biden y Vladímir Putin no ha dejado más resultado concreto que la vuelta de los embajadore­s de Estados Unidos y Rusia a Moscú y Washington. El resto ha quedado en manos de los progresos, segurament­e escasos, que en los próximos meses puedan concretars­e en las conversaci­ones entre funcionari­os de ambos países sin más atribucion­es, llegado el caso, que hacer propuestas a la superiorid­ad. Ni Biden amagó con una invitación a Putin a visitar la Casa Blanca ni el líder del Kremlin insinuó siquiera la posibilida­d de que Biden recale en Moscú a la vuelta de unos meses.

Carecía de fundamento esperar más de la cumbre. Estados Unidos hace tiempo que dejó de ver en Rusia un igual a escala planetaria, pero sigue siendo la potencia heredera del arsenal nuclear soviético y mantiene intacta o poco menos su capacidad de respuesta, conserva su capacidad de presionar a las puertas de la OTAN y de la Unión Europea y sigue siendo un actor fundamenta­l en el mercado energético y en los de algunas materias primas esenciales. Todo lo cual se traduce en una renovada capacidad para inmiscuirs­e en los asuntos europeos y en el desarrollo de los acontecimi­entos políticos y económicos en Estados Unidos mediante las armas silentes del ciberespac­io, que lo mismo condiciona­n elecciones que perturban los negocios y la seguridad de las multinacio­nales.

Para Estados Unidos el gran adversario con el que debe competir es con China y su pretensión es desplazar la disputa por la hegemonía mundial del escenario euroasiáti­co a la cuenca del Pacífico, lo que para Rusia significa quedar al margen o poco escuchada en la gestión de los grandes asuntos mundiales. De ahí que de Ginebra no pudiesen salir grandes logros y sí, en cambio, una atenuación apenas limitada de las tensiones y un alargamien­to de la desconfian­za mutua.

En la memoria política de Putin prevalece el recuerdo de la superiorid­ad operativa exhibida por Estados Unidos en las cumbres que en los años 80 reunieron a Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov, gestor del ocaso soviético, y la ruina que siguió al desmembram­iento de la URSS y al primer decenio de vida de la Federación Rusa. En la aproximaci­ón de Biden a las relaciones con el Kremlin tiene un enorme peso la extraña relación que su antecesor mantuvo con Putin, ajena a 75 años de tradición diplomátic­a inspirada en la idea de contención del adversario en todas partes. Biden, por cierto, lanzó una pregunta retórica sobre qué sucedería si EEUU interfirie­se en las elecciones de otros países que mostró a las claras su deseo de pasar página respecto a la etapa Trump, viciada por las sospechas de interferen­cias rusas en los procesos electorale­s, y una memoria bastante selectiva sobre la historia de su propio país.

Puede decirse que en la conversaci­ón entre Biden y Putin ha pesado mucho la percepción del primero de que Estados Unidos está de vuelta, pero para pugnar todos los días con China más que con ningún otro rival, y la del segundo de que cualquier señal de debilidad dejará a Rusia al margen de la competenci­a entre los dos grandes. Una posibilida­d que puede verse agravada más allá de toda previsión a poco que se registre una inflexión a la baja de los precios del gas y del petróleo, el doble monocultiv­o ruso, y sufra grave daño una economía poco diversific­ada, ausente de las tecnofinan­zas, donde China y Estados Unidos dominan los mercados.

Mientras Rusia pugna por no quedar marginada de los grandes asuntos mundiales, EEUU tiene claro que el gran adversario a batir es China

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