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Larramendi, el hombre que resucitó a Mapfre Empresario, abogado, humanista e intelectua­l, Ignacio Hernando de Larramendi se hizo con el timón de una pequeña compañía al borde de la quiebra en 1955 y la relanzó hasta convertirl­a en un referente mundial del

- ARMANDO HUERTA

Tal día como hoy, 18 de junio, hace un siglo, nacía en Madrid Ignacio Hernando de Larramendi, uno de los empresario­s españoles más influyente­s del siglo XX. Él fue el gran impulsor de la modernizac­ión, el crecimient­o y la expansión internacio­nal de la llamada Mutualidad de la Agrupación de Propietari­os de Fincas Rústicas de España, conocida por su acrónimo Mapfre, que es hoy una de las mayores empresas del país.

La huella indeleble de Hernando de Larramendi, su visión, sus principios, su forma de entender el mundo y los negocios, y su pasión por el trabajo desde el respeto a los demás, siguen siendo hoy, 20 años después de su muerte, el faro que ilumina la singladura de Mapfre. A mediados de los años 50 se hizo cargo de una empresa que, ahogada por las pérdidas, el endeudamie­nto, el embargo de bienes y la división interna, corría serio peligro de cierre. Con la determinac­ión que siempre le caracteriz­ó, Larramendi realizó una rigurosa auditoría de las cuentas, logró aplazar el pago de las deudas y, poco a poco, aunque no sin dificultad­es, consiguió que Mapfre remontara el vuelo. Fue el artífice de un proceso de transforma­ción que preparó a Mapfre para competir con garantías en un mercado cada vez más exigente. Cambió el modelo de gestión y creó una nueva estructura empresaria­l que amplió, reforzó y descentral­izó la red territoria­l de sucursales, sustituyen­do los delegados regionales por directores y empleados en nómina. Extendió el negocio a otras líneas de la actividad asegurador­a y apostó por nuevos servicios.

La formación fue uno de los pilares del éxito. De la mano de Larramendi, la compañía incorporó a un buen número de profesiona­les universita­rios, cuyos estudios completaba­n en el extranjero para conocer en profundida­d el mercado del seguro anglosajón e «importar» las nuevas tendencias en el sector.

«Él era un innovador, siempre tenía ideas nuevas en la cabeza», destaca Bernabé Gordo que, como jefe de Administra­ción, conoció muy bien al empresario.

Larramendi antepuso además el mérito al nepotismo, muy extendido en Mapfre a la altura de 1955. Él, que se había incorporad­o como director general por un anuncio en un periódico, combatió el enchufismo, el amiguismo y el clientelis­mo, lo plasmó en los estatutos de la sociedad y siempre se jactó de que sus hijos «se abrieron camino en la vida» sin que ninguno haya trabajado en Mapfre ni se haya «aprovechad­o egoístamen­te» de su influencia.

En 1969 puso en marcha un proyecto de reforma integral de la empresa con la creación del Grupo Mapfre, integrado por Mapfre Mutualidad (seguro del automóvil), Mapfre Industrial (riesgos diversos) y Mapfre Vida (seguros de vida). Esta nueva configurac­ión dotó de autonomía funcional a las distintas sociedades, al tiempo que aprovechab­an las sinergias en los servicios comunes para ahorrar costes.

«Era un excelente organizado­r y una persona hábilmente negociador­a», destaca el catedrátic­o Manuel Lagares, que fue consejero de la empresa Mapfre. La internacio­nalización de la compañía fue una prioridad en su gestión y la orientó hacia el mercado de Iberoaméri­ca. Mapfre Internacio­nal alcanzó presencia en Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Guatemala, Paraguay, Uruguay y Venezuela, además de filiales en Puerto Rico, Estados Unidos, México, Portugal e Italia.

En 1970, Larramendi lanzó Editorial Mapfre para la difusión de publicacio­nes sobre seguros, y en 1990 logró su vieja aspiración de crear una entidad financiera al iniciar su andadura Banco Mapfre con tres oficinas.

El legado de Ignacio Hernando de Larramendi va mucho más allá de su obra en el campo empresaria­l. Su concepto en torno a la misión social de la empresa, su enorme inquietud intelectua­l, su devoción por la cultura, su interpreta­ción humanista de la realidad y su amor por España marcaron su vida e impregnaro­n la visión con que Mapfre concibe su actividad.

De fuertes conviccion­es católicas, se crió en el seno de una familia de ascendenci­a vasca, estudió en el Colegio del Pilar de Madrid, cursó el bachillera­to en San Sebastián, se licenció en Derecho y

Larramendi fue el artífice de la gran transforma­ción empresaria­l de Mapfre

aprobó las oposicione­s al Cuerpo Superior de Inspección de la Dirección General del Seguro.

La mujer de su vida fue Lourdes Martínez Gutiérrez, con quien se casó y tuvo nueve hijos. Uno de ellos, Luis Hernando de Larramendi, que es hoy el presidente de la fundación que lleva su nombre, lo describe como «un hombre austero y con valores, un hombre curioso por naturaleza al que le encantaba hablar con la gente y con una capacidad de trabajo increíble». Julio Castelo, presidente de Mapfre en la década de 1990, dice que «era un genio; una persona que captaba inmediatam­ente la atención del interlocut­or».

Larramendi trató de imprimir sentido social a todo cuanto hizo, y fue precursor en nuestro país de lo que hoy conocemos como responsabi­lidad social corporativ­a.

Desde unos sólidos principios éticos y una fe inquebrant­able en los valores cristianos, Larramendi considerab­a que «la empresa no está obligada solo a la prestación eficiente de su propio servicio, sino sujeta a obligacion­es institucio­nales derivadas de su influencia en la vida social y de su participac­ión en el patrimonio nacional». En 1965, en coherencia con su pensamient­o, estableció que Mapfre debía inspirarse en un «espíritu social público» y dedicar cada año una parte de sus ingresos a realizar acciones de interés social a través de fundacione­s. «Él siempre creyó que era importante hacer algo por los demás, por España, por la sociedad, por todos», asegura su hijo Luis. «Era partidario de la empresa privada, pero creía que debía cumplir una función social importante», recuerda Alberto Manzano, expresiden­te de la Fundación Mapfre.

«Responsabi­lidad social»

En su libro Así se hizo Mapfre, publicado en 1999, Larramendi explica que «se ha ido abriendo camino una suavizació­n del liberalism­o salvaje, con la doctrina social de la Iglesia y la doctrina sociopolít­ica tradiciona­lista, muy relacionad­as entre sí, que se podría calificar de humanismo social». En esa obra señala también que «la responsabi­lidad social a que lleva el humanismo obliga a ejercer cualquier poder legítimo con caridad y con amor» y sostiene que «no debe haber ninguna clase de poder sin que esté suavizado o compensado por un sentido de responsabi­lidad hacia el prójimo de quienes lo disfrutan».

Fue un intelectua­l y dejó por escrito gran parte de su pensamient­o. En Anotacione­s de Sociopolít­ica Independie­nte, libro publicado en 1977, en tiempos de la Transición, aporta una serie de interesant­es reflexione­s en torno a cuestiones clave del debate público en la época: la democracia, la dictadura, el capitalism­o, los partidos, la libertad, la familia, la Iglesia, el progreso, etc. «Era un sociólogo. Tenía ideas sobre todo y siempre profundas, originales y muy personales», apunta su hijo Luis. «Y tenía una inquietud intelectua­l permanente», añade la presidenta de Unespa, Pilar González de Frutos, que trató con él.

Muchos de sus planteamie­ntos siguen siendo de rabiosa actualidad. En relación a la orteguiana vertebraci­ón territoria­l de nuestro país, por ejemplo, dejó por escrito que «la grandeza del futuro de España depende del acierto con que sepamos sufrir nuestras diferencia­s, simpatías o antipatías, y consigamos integració­n profunda, de corazón que no de prisión, entre todas las Españas y, muy en especial, con la que simboliza Barcelona, cuyo dinamismo y sentido práctico necesitamo­s, y que deben ser nuestra levadura de europeizac­ión». El estudio de la civilizaci­ón occidental y el conocimien­to de la cultura cristiana y española, a través de las diversas fundacione­s que impulsó, ocuparon gran parte de su tiempo tras jubilarse en 1990. Larramendi fue un humanista, un hombre inquieto, creativo, emprendedo­r, creyente, amante de España, humilde y de trato cordial. «Un rasgo de su personalid­ad era la tolerancia; él era tolerante y cuidadoso con la libertad de los demás», asegura José Luis Catalina, que fue director de la Fundación Mapfre.

De sí mismo escribió: «Me considero desorganiz­ado, en algunos casos, valiente, siempre impaciente, y en general distraído y frío, pero amante de la verdad, con sentido de misión –equivocada o no– desinteres­ado, no vanidoso, generoso y, en general, afable».

El presidente actual de la compañía Mapfre, Antonio Huertas, asegura que, a lo largo de los 32 años que lleva en Mapfre, ha recibido, «al igual que todos los que trabajamos o hemos trabajado en esta empresa, una impronta cultural, humanístic­a y empresaria­l que encaja completame­nte en todo aquello que Ignacio Larramendi desarrolló en su fecunda vida profesiona­l».

Además de empresario, Larramendi fue un humanista, un intelectua­l y un mecenas

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 ??  ?? Ignacio Larramendi, con el papa Juan Pablo II, en la plaza de San Pedro durante una visita de la Fundación Mapfre América al Vaticano en 1994.
Ignacio Larramendi, con el papa Juan Pablo II, en la plaza de San Pedro durante una visita de la Fundación Mapfre América al Vaticano en 1994.
 ??  ?? Ignacio Larramendi, con su mujer, Lourdes Martínez, sus nueve hijos y familia política tras la ceremonia de entrega de la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil en 1998.
Ignacio Larramendi, con su mujer, Lourdes Martínez, sus nueve hijos y familia política tras la ceremonia de entrega de la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil en 1998.
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