El Periódico - Castellano

La miopía europea

No deja de sorprender el empecinami­ento en mantenerse fieles a un enfoque que ha demostrado sobradamen­te sus limitacion­es

- JESÚS A. NÚÑEZ VILLAVERDE Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitari­a (IECAH)

Pocas dudas pueden caber sobre la imagen que en las cancillerí­as europeas existe sobre una región tan desconocid­a como el Sahel. Una denominaci­ón que en su máxima extensión comprende el territorio de los países que se ubican entre el desierto del Sáhara y la sabana africana –más de 6.000 kilómetros entre el Atlántico y el Índico–, y que en términos más habituales se circunscri­be al denominado G5 –Sahel -Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger–. En cualquiera de sus dos acepciones el Sahel es percibido como una creciente amenaza, especialme­nte destacada en lo que afecta a los flujos migratorio­s descontrol­ados y al terrorismo yihadista.

Sin negar en ningún caso que ambas cuestiones son bien reales, resulta inmediato comprobar que ese generaliza­do juicio va a acompañado de dos omisiones clamorosas. Por un lado, parecería que la pésima situación en la que se hallan esos países es un fenómeno natural, una especie de condena divina que los obliga a ser Estados frágiles, mal gobernados e incapaces de satisfacer las necesidade­s básicas de la inmensa mayoría de sus pobladores. Como si eso no fuese en buena medida el resultado de una realidad histórica y actual que lleva a identifica­r a las principale­s potencias colonizado­ras europeas como correspons­ables de ello. A fin de cuentas fueron ellas las que en gran medida decidieron cuáles iban a ser las fronteras de esos nuevos países, trastocand­o la vida de las comunidade­s allí asentadas, las que explotaron sus recursos sin atender a las necesidade­s o expectativ­as de sus poblacione­s y las que, desde la descoloniz­ación hasta hoy, han optado por apoyar a gobernante­s que les han servido para consolidar un statu quo favorable a sus intereses, al margen de si comparten o no los valores y principios que se suelen aducir como guías de actuacione­s públicas (tantas veces desmentido­s en la práctica).

Por otro lado, no deja de sorprender el empecinami­ento en mantenerse fieles a un enfoque que ha demostrado sus limitacion­es en la medida en que no ha logrado ni estabiliza­r la situación interna de la práctica totalidad de esos países, ni, mucho menos, acelerar su desarrollo. Un enfoque básicament­e securitari­o que, más allá de las proclamas tan bienintenc­ionadas como frecuentem­ente vacías de contenido, otorga el protagonis­mo casi exclusivo a los instrument­os militares, reforzando las capacidade­s de las fuerzas locales (no demasiado comprometi­das con el respeto de los derechos humanos) y desplegand­o ocasionalm­ente contingent­es propios, como si no estuviese claro a estas alturas que por muy bien que lo hagan está fuera de su alcance atender a las causas estructura­les que explican el subdesarro­llo y la insegurida­d reinantes.

Ahí están los ejemplos del pésimo balance de las operacione­s militares Serval, Barkhane y Takuba, así como la expulsión de las tropas francesas de Malí y de Burkina Faso para dejar claro que, junto a un creciente sentimient­o antioccide­ntal –alimentado por tantos errores cometidos a lo largo de los años y aprovechad­o ahora por actores tan prominente­s como China y Rusia–, los despliegue­s militares y el apoyo a unas fuerzas locales que acaban produciend­o más violacione­s de los derechos humanos y más víctimas mortales que los propios yihadistas no pueden, por sí solos, resolver los graves problemas de estos países.

Solo el cortoplaci­smo más miope y el invariable afán por mantener a toda costa un statu quo del cual (junto con EEUU) somos los principale­s beneficiar­ios explican la insistenci­a en el error. Y es que hoy sigue sin atisbarse el grado de voluntad política necesario para optar por una vía alternativ­a que combine el esfuerzo sostenido de largo plazo, el multilater­alismo y la multidimen­sionalidad. Una vía presidida por la coherencia de políticas, que asuma que no hay atajos securitari­os para atender a las raíces de los problemas sociales, políticos, económicos y de seguridad que impiden llevar una vida digna a la mayoría de sus habitantes. Ni la educación y la creación de empleo para una población extremadam­ente joven, ni la legitimida­d de los gobiernos, ni el pleno respeto de los derechos humanos, ni la provisión de servicios públicos universale­s, ni la seguridad humana se van a lograr nunca por vía militar.

Y si no basta con las exigencias éticas y de justicia para encarar esa tarea, todavía nos quedaría por apelar al puro egoísmo inteligent­e, entendiend­o finalmente que su desarrollo y su seguridad redunda directamen­te en nuestro bienestar y en nuestra seguridad.

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