El Sartre más romántico y ‘queer’
La nueva biografía del pensador francés, a cargo de François Noudelmann, muestra facetas inusitadas del filósofo a partir de documentos inéditos facilitados por su hija adoptiva, Arlette Elkaïm.
«Hay que estar hecho de barro pero yo estoy hecho de viento», lamentaba Jean-Paul Sartre en 1940. El hombre que fijó el canon del intelectual de izquierdas, comprometido con todo cuanto aconteciera en el convulso siglo XX, se reconocía etéreo. Era mujeriego, le encantaba viajar por placer, se emocionaba hasta la lágrima al escuchar una canción y admiraba a los grandes artistas, como Chopin, Baudelaire y Tintoretto. El filósofo que, contra la hipocresía burguesa, recetó transparencia también en lo privado se mortificaba con sus veleidades pero, implacable analista de sus procesos mentales, no pudo evitar dejarlas por escrito.
François Noudelmann muestra ahora facetas inusitadas de su personalidad en Un Sartre muy distinto (Ediciones del Subsuelo). Lo hace a través de documentos inéditos facilitados por Arlette Elkaïm, judía argelina que se convirtió en su hija adoptiva tras una relación que comenzó cuando ella tenía 19 años y él 51 como la manida aventura entre una joven con ansías de saber y una mente arrolladora. El volumen nos muestra al padre del existencialismo en constante tensión entre las altas expectativas que se impuso, en su papel de Papa laico, y su verdadero carácter, cambiante como el de cualquiera. «Un pensador no siempre comulga con todo lo que piensa», viene a ser la tesis.
Si Simone de Beauvoir, la mujer de su vida, era para él Castor por su laboriosidad, a Elkaïm le dedicó Situations IV llamándola «gorrión» y «reyezuelo»: «Con el más vivo y tierno afecto del viejo cuervo», puso antes de estampar su firma. Aunque empezó siendo su amante, Elkaïm pronto se desmarcó de «los amores contingentes» que Sartre mantuvo en paralelo con Beauvoir con total transparencia: hasta cuatro mujeres simultáneas en sus años más fogosos.
Empatía con el sexo femenino
Siempre había abominado tener hijos, pero tras volver achacoso de un viaje a la URSS en 1964 y a punto de cumplir los 60 le planteó a Elkaïm: «¿Y si nos adoptáramos?». Ella dijo que sí y se convirtió en albacea de su obra y de su salud, pues a los accidentes cerebrales se sumó la ceguera en 1973. Eso no significó que renunciara al alcohol, que junto con el consumo diario de anfetaminas para escribir durante décadas y otras drogas como la mescalina -tras inyectársela publicó La naúsea- le acabaron pasando factura.
¿Sartre queer? es el título de uno de los capítulos. Huérfano de padre, se educó en un universo femenino.
«Siempre he pensado que había una mujer dentro de mí», confesó a Simone de Beauvoir
«Siempre he pensado que había una mujer dentro de mí», confesó a Beauvoir. A la autora de El segundo sexo le sorprendía que a los 70 su compañero, anticapitalista y anticolonial, nunca se hubiera pronunciado sobre las mujeres, habiendo reflexionado sobre todos los oprimidos de la Tierra.
A Sartre le gustaba conversar con ellas, admiraba su sensibilidad y hasta llegó a travestirse en una fiesta durante un crucero por Noruega. Su empatía con el sexo femenino podría explicar que no se le resistieran las mujeres. A la relación sentimental con Lena Zonina, traductora al ruso de sus obras, Noudelmann atribuye que mantuviera su querencia por la URSS tras la invasión de Hungría en 1956.
El filósofo inventaba excusas para reunirse con Zonina y organizaba eventos, como sus gestiones en 1963 en la Unesco para promover un intercambio intelectual entre el Este y el Oeste. «Por primera vez pondré los pies en esa casa de putas. Por ti, amor –le escribió –. Tú eres la confrontación EsteOeste. O mejor, el Este y el Oeste se confrontan en nuestra cama. Lo mejor que podría hacer el Oeste es abrazarte. Lo mejor que podría hacer el Este es cerrar los ojos y sonreírme con deleite, como tú haces».
Sin embargo, la lucidez de Sartre lo hacía consciente de sus contradicciones, que lo atormentan. El intelectual, que vivió la Segunda Guerra Mundial como el punto de inflexión de su vida y estuvo preso nueve meses en un campo de prisioneros en Alemania, mantuvo su compromiso, incluso cuando se dijo hastiado de la política. Él prefería perderse por Italia a los viajes organizados para intelectuales a China o la URSS, pero le incomodaba el contrasentido de escribir sobre la clase obrera desde lujosos hoteles.
Era un maestro de la literatura comprometida que sin embargo se rindió ante Gustave Flaubert –se sabía párrafos de Madame Bovary– y Charles Baudelaire, aunque nunca se atrevió a componer poemas y perseveraba en interminables artículos procomunismo que se le atravesaban. «La felicidad existe, importa; ¿por qué rechazarla? Aceptarla no aumenta la desgracia de los demás, ayuda a luchar por ellos», le amonestó Albert Camus. También le dijo: «Me parece lamentable la vergüenza que se siente hoy por ser feliz». Nunca logró aplicarse el cuento.
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