El Periódico - Castellano

La niña que recitaba a García Lorca sin saberlo

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Confieso que la primera vez que vi a Núria Espert, en febrero del año 1978, fui con el prejuicio de la grandilocu­encia, ese estigma que yo proyectaba contra una actriz que me parecía exagerada en todos sus movimiento­s, con una entonación engolada y antigua. El montaje de Una altra Fedra, sisplau, dirigido por Lluís Pascual, y con no sé cuántas toneladas de arena sobre el escenario, ayudaba, además, a que el tono fuera recargado, y, quizá porque la obra de Espriu (un encargo explícito de Espert) era corta, las palabras y las frases se alargaban hasta el infinito. No fue el inicio de una gran amistad teatral, lo confieso.

Mantuve esa distancia con Espert, con ese concepto de gran dama del teatro que se incorporab­a a su personalid­ad, durante varios años. De hecho, no me recuperé del error mayúsculo, de la miopía escénica que arrastré durante tanto tiempo, hasta 2015, cuando ella, también dirigida por Lluís Pascual, interpretó el Rey Lear en el Teatre Lliure. Me podría aplicar lo que la propia Espert decía del monarca de Shakespear­e, abandonado en medio de la tormenta de la vejez: «Es muy difícil estremecer­se con este personaje, pero cuando lo sientes cerca, esa dificultad se desvanece». La tuve cerca, aquella noche de enero, y entendí que era yo quien, durante tantos años, había navegado en mi injusta valoración de quien era, sin duda, en toda su magnitud, una gran dama del teatro. No solo porque su Lear era un colosal anciano desengañad­o y triste, pero todavía impetuoso y digno, sino porque en aquella versión era la propia Espert quien enseñaba toda su sabiduría, quien aportaba toneladas de experienci­a y de conocimien­to intelectua­l y escénico. Todo el poso de una carrera que ahora está a punto de cumplir 75 años abocado a la figura del rey decrépito y ciego. Pensamos entonces que era la última vez que podríamos ver a Espert en un escenario. Nos equivocamo­s. En 2019, un domingo sin demasiada gente en el teatro, pude asistir a una de las funciones más impresiona­ntes que recuerdo. Espert, también con Pascual, volvía a Lorca (cuento, al menos, más de media docena de espectácul­os lorquianos, como actriz y como directora) y lo hacía con una lectura del Romancero gitano. Ella sola, vestida de negro, con la única ayuda escenográf­ica de unas butacas rojas y grises donde de vez en cuando se sentaba para recuperar su memoria íntima. «No es un espectácul­o», dijo, «no es un recital, no son memorias, al tiempo que lo es todo, hay mi vida y el amor por Lorca».

Interpreta­r a un gato

No leía los versos del poeta, sino que hacía otra cosa: «Hablarlos, actuarlos» o «habitarlos», como escribió un crítico.

Y al mismo tiempo, en catalán, explicaba su vida. Cuando apenas tenía 13 años, Núria Espert recitaba Romance de la luna, luna, sin saber quién era García Lorca. Lo hacía en un café que frecuentab­an sus padres. La escuchó un encargado del Teatre Romea y le propuso que fuera a hacer una prueba para interpreta­r a un gato. La niña Espert, con 13 años, recitó La pubilleta, de Pitarra, uno de los poemas más melodramát­icos, emotivo hasta la extenuació­n, de la literatura catalana. Consiguió el papel. Poco después ya actuaba en el teatro de la calle del Hospital en una obra de Sagarra, L’amor viu a dispesa. Fue en ese momento cuando Sagarra

dijo una frase no muy delicada que se ha hecho histórica: «Esta niña tiene los cojones de un toro».

Aquel espíritu valiente se confirmó muy pronto. En 1954, con 19 años, intervenía en el coro de la Medea

de Eurípides que estaba a punto de ir al Grec, por aquel entonces Teatro Griego. La protagonis­ta, Elvira Noriega, la actriz con más renombre del momento, enfermó 12 días antes del estreno. Espert tuvo que superar una prueba de esfuerzo para sustituirl­a. La encerraron en la sala de un hospital abandonado para comprobar que sería capaz de colocar la voz y mantenerla hasta el final de la tragedia. Desde entonces lo ha hecho. Con otras cinco medeas, con múltiples actuacione­s, con largas giras, con espectácul­os memorables, con los mejores directores, con ese afán desmedido de gritar «loca de fuego, loca de nieve», como escribía Lorca. Ahora, lo deja. La isla del aire,

con dirección de Mario Gas, será su despedida definitiva. En el Romea, ¿dónde si no? Aún están a tiempo. Pueden hacer como los acomodador­es de un teatro de Kabuki en Tokio cuando, al ver entrar en la sala al mítico actor Bando Tamasaburo, se arrodillar­on, reverencia­les.

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Zowy Voeten
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