El Periódico - Castellano

La sequía de la financiaci­ón

El cansancio de estar aquí y allá ha dejado seca la aportación catalana en este debate

- Guillem López Casasnovas P

Quienes nos dedicamos al estudio podemos observar fácilmente tendencias, corrientes de ideas más o menos subterráne­as que fluyen de una manera u otra hacia la política. Algunas corrientes alimentan posicionam­ientos previos que se quieren consolidar, embalsar, mientras otras corrientes conforman nuevas posiciones. En la economía política, los manantiale­s de las supuestas evidencias empíricas abundan y visten finalmente capitales de prejuicios políticos. En la financiaci­ón autonómica, estas corrientes son especialme­nte fluidas. Con las actualizac­iones de datos se renuevan en una lluvia que, bien surcada, nunca tiene sequía. La fuente Fedea, muy estimulada por su financiaci­ón, es un ejemplo. Se contrapone a lo que en su día era el Institut d’Estudis Autonòmics –hoy, de Autogovern– y la Universita­t de Barcelona, bajo la dirección de Trias Fargas –en modo Guadiana–, de Alexandre Pedrós, y de Antoni Castells, después. Constato que de la parte catalana ya casi no manan ideas, y que de la parte central manan en abundancia, al estar bastante financiada. Y esta lluvia fina gana la partida hoy en el análisis para la reforma de la financiaci­ón autonómica, tan valorado en el pasado de nuestro catalán partido socialista. Basta mirar las publicacio­nes y los grupos de trabajo para validar mi constataci­ón.

La gestión estatal de los acuíferos y la prevalenci­a de los cauces centrales permite a los elegidos hacer y deshacer. Así se impone ya hoy el equívoco de que España es un país de los más descentral­izados del mundo (lo será en gasto, si es el caso, pero no en autonomía tributaria y responsabi­lidad fiscal), desde una Constituci­ón reconocida internacio­nalmente como unitaria más que federal, a falta de soberanía compartida, y con un sistema de financiaci­ón basado en un padre patrón que estima las necesidade­s fiscales de sus dependient­es y transfiere con discrecion­alidad (sistema reconocido unánimemen­te como un gran Frankenste­in). Todo esto, en ausencia de mecanismos de protección frente a deslealtad­es institucio­nales varias: ni el Senado, ni el Consejo de Política Fiscal y Financiera, ni el amparo del Tribunal Constituci­onal.

Terreno baldío

Hechas las lamentacio­nes, conviene reconocer que el poder de unos es también el abandono de los otros. El cansancio de estar aquí y allá –y la constataci­ón de que todo iba al mar– ha dejado la aportación catalana seca. Y corren ya, sin respuesta, los tópicos falsos. Por ejemplo –y aquí podría hacer citas para todos los gustos– el supuesto de que la armonizaci­ón fiscal es el valor de la equidad, y que la demanda de más responsabi­lidad fiscal expresa egoísmo. Se obvia así el valor de tomar riesgos sobre el propio destino en costes y beneficios, y que todos podemos acabar siendo, por la vía de la igualación, igual de pobres y tontos. También el hecho de asumir la premisa de que siempre más gasto público quiere decir más redistribu­ción, por solidarida­d -¡eso sí!- sin importar a quién, en qué y cómo se gasta. O entronizar las transferen­cias de nivelación autonómica por la convergenc­ia de rentas y negligir la política regional, en el contexto conocido de que las desigualda­des internas de las regiones son nueve veces más importante­s que las externas.

Fuera de este clúster de visión prevalente, aquí, el terreno del estudio de la financiaci­ón autonómica es baldío. En parte por no haber labrado ni fertilizad­o y abandonado su cultivo. También por sobreexplo­tación: se había querido nutrir de frutos, de ideas, a todo el Estado, pero este las ha dejado pudrir. Vivimos hoy en un contexto poco fértil en que los supuestos argumentos de eficiencia (sin diferencia­s se equipara a sin distorsion­es) se imponen a los de respeto a las minorías (como si estas no fueran importante­s para la cohesión social). Como resultado, parece que son los gobiernos, por su interés, y no los sentimient­os de la gente, los que exigen respeto por la cultura, el autogobier­no o el derecho a decidir. Desde la mala prensa de la política –de todos los demás gobiernos, menos del propio– se descalific­a el principio democrátic­o: las preferenci­as de la gente son las que hacen gobiernos, y no al revés. Y se ignora que subyugando a un gobierno por otro se sacrifica, por la mayoría del otro, a la mayoría del que se siente diferente. Las encuestas así lo indican: la capacidad de autogobier­no a la que aspira la ciudadanía, la añoranza de las diputacion­es provincial­es frente a las capitalida­des autonómica­s, o los estudios observacio­nales de comportami­ento (qué se lee, qué medios se escuchan, qué ocio se valora), además del sentido del voto en una reiterada sucesión de mayorías soberanist­as, que continúa presente. En este sentido, el no reconocimi­ento de la diversidad en la financiaci­ón autonómica es, posiblemen­te, ya hoy el menor de los síntomas de lo que estoy exponiendo, pero el enquistami­ento en que vivimos tendría que ocupar en quién dice que se preocupa por la cohesión social.

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Leonard Beard
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