Okupas de ayer y de hoy
Esta es la profesión de futuro, por lo menos en Catalunya. No hay quien les tosa y viven sin pegar golpe
Una noche del pasado verano estaba tomando un cerveza en una terraza de Cala Montgó. Al lado se sentó un grupo de seis u ocho chavales de aspecto más bien pijo. Al rato, estaban manejando sus móviles de ultimísima generación mientras se metían entre pecho y espalda gintónics de esos que te sirven en una pecera y con menestra de verduras por ahí flotando. Apenas terminarlo, pedían otro, habrán venido sin cenar, pensé. Los miré con envidia, echando un vistazo de soslayo a mi triste caña y a mi vetusto móvil.
«¿Has visto a esos? –me comento el amigo que estaba conmigo, al percatarse de que les dirigía mi atención–. Son los okupas que entraron hace dos días en la casa de mi vecino inglés, aprovechando que este verano no ha venido. Los vecinos hemos avisado a la policía, pero no hay nada que hacer». No vi ninguna familia buscando un techo donde cobijarse, no vi unos inmigrantes recién saltados de la patera, no vi un parado al que acababan de echar de su vivienda por impago. Vi cómo pedían otro gintónic.
Revolución por diversión
Pues sí que ha cambiado el movimiento okupa. En sus inicios eran jóvenes que protestaban contra el mercado inmobiliario y, a la vez que okupaban, se integraban en el vecindario, pretendían incluso mejorarlo. Imagino que con el tiempo se han dado cuenta de que eso requiere algún esfuerzo, y que la vida es mucho más placentera si te dedicas a estimularte con sustancias externas, practicar sexo con lo primero que pilles y tocar los bongos, a poder ser no todo a la vez. También las revoluciones eran en su origen cosa de quien no tenía ya nada que perder, hasta que en Catalunya inventamos la revolución por diversión de la clase alta. Allí donde se pervierte la idea de revolución, bien puede pervertirse la de okupación.
Problemas de seguridad y de ruidos aparte, lo que me molestaría de tener vecinos okupas es levantarme cada día para ir al trabajo mientras ellos no pegan sello. Eso no hay hombre que lo soporte. Hasta hace poco esas cosas solo ocurrían en la Casa de la Republiqueta, en la lejana Waterloo. Los vecinos del Vivales deben de pasarlo tan mal como los de los okupas contemporáneos, yendo cada día a trabajar para ganarse el jornal mientras sus vecinos se pasan el día de fiesta y no hay quien los desaloje.
A nuestros hijos los estamos mareando demasiado con lo que más les conviene. Entono el mea culpa. Yo aspiraba a que, de mayor, Ernest fuera un oprimido, así se lo dije después de una excursión por los barrios de alto standing, en la que pudimos ver lazos amarillos en mansiones con césped y piscina, más grande aquel cuantos más metros cuadrados tuvieran estos. El ‘procés’ murió y al pobre Ernest no le dio tiempo a convertirse en un oprimido de esos.
Sin ‘procés’ y al ir desapareciendo con disimulo los lacitos amarillos de balcones y fachadas («¿Lazo amarillo, dice? Me parece que se confunde, joven, en esta casa no ha habido jamás un adorno así»), le animé a hacerse influencer, que eso siempre cunde y también se trabaja poco. Me equivoqué de nuevo. La profesión de futuro, por lo menos en Catalunya, es la de okupa. A los okupas no hay quien les tosa, gozan de buena prensa y viven sin pegar golpe. Como mucho, salen de su guarida un par de horas al día para intentar hacer malabares en un semáforo y mirar con mala cara a quien no les da limosna. Como forma de vida, parece ideal. Mañana le compro a Ernest unos bongos.
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Aquí ya hemos inventado la revolución por diversión de la clase alta, así que bien podemos pervertir también la okupación