El Periódico - Castellano

Siete décadas sin probar un higo como el palestino

- A. L. T.

Tres refugiadas palestinas en el Líbano rememoran la catástrofe que llevó a la expulsión de 750.000 nativos de su tierra. «Como una gata con sus crías, llevo toda la vida moviendo a mis hijos de cada lugar para salvar sus vidas», explica Amneh Saleh Daher.

Palestina sabe a higo. Hosnieh Ahmad Ghozlan siente el jugo chorrearle por los labios. «Tenía 10 años, pero sabía distinguir lo que es bello», cuenta exaltada, «y Palestina era la tierra más hermosa jamás vista». «Los higos, las granadas, las berenjenas… ¡esos árboles bajo los que quedarse dormida!», rememora. Han pasado 75 años desde su último encuentro con su tierra. A las puertas de este trágico aniversari­o, Hosnieh recuerda, vívida, todos los pasos del camino que le llevaron al campo de refugiados de Shatila en la capital libanesa de Beirut.

En 1948, Hosnieh dejó de ensuciarse la camisa con el zumo rosado de los higos. Con apenas un puñado de dinero, su familia tuvo que abandonar su hogar y sus propiedade­s. Ocurrió entonces la catástrofe, la Nakba en árabe. Las milicias sionistas expulsaron a más de 750.000 palestinos nativos de sus tierras. A su paso, los futuros israelís destrozaro­n 530 aldeas, cometieron una treintena de masacres y más de 13.000 palestinos perecieron como resultado de su violencia. «Nuestros vecinos eran judíos y nos llevábamos bien, hablaban árabe y todo», apunta la octogenari­a de Yajour, en Haifa. «Pero cuando empezaron a llegar judíos del extranjero, les armaron mientras que nosotros no podíamos tener armas; por eso ocurrió la Nakba», explica a EL PERIÓDICO.

Los restos de esa tierra que perdieron permean en el recuerdo sensorial de sabores incomparab­les. Pero también se mantienen en el trazado de los bordados palestinos. Amneh Saleh Daher viste el tatreez típico de color rojo en su thob negro, el traje tradiciona­l de las mujeres palestinas. «Los israelís ya nos arrebataro­n la tierra, no podemos permitir que nos quiten nuestra cultura también», dice, estirando la tela que cortó para hacerle una chaqueta a su nieta de cinco años.

Amneh recuerda cómo, con apenas tres años, sacudió el cuerpo inerte de su hermana de un año después de que la escuela adyacente a su casa fuera bombardead­a. Se escondió bajo un puente hasta que su hermana mayor la obligó a emprender la marcha lejos del peligro. Empezaron su vida en el campo de Burj el Shemali, al sur del Líbano. Malvivían en el campo de refugiados de Tel al Zaatar cuando las fuerzas cristianas libanesas emprendier­on su masacre en plena guerra civil. Unos meses después, llegaron a Shatila, de donde tuvieron que escapar tras otra matanza. «Solo queremos acostumbra­rnos a vivir», implora con serenidad. «¿Dónde quieren que vayamos? Como una gata con sus crías, llevo toda la vida moviendo a mis hijos de cada lugar para salvar sus vidas», defiende.

Nacida en tierras libanesas

Jamili Saleh Dawood, en cambio, ya nació en tierras libanesas, pero su padre se lo contó «todo» sobre su patria palestina. Fueron de las primeras familias en establecer­se en Shatila, con tiendas. «Cada vez que me ven, mis vecinos me recuerdan como gateaba de una tienda a otra, llenándola­s de arena», cuenta con picardía. Cuando era pequeña, sus padres y su hermano viajaron hasta Palestina y le trajeron higos. «Mi corazón ardió, venía de nuestra tierra virtuosa», rememora. «Queremos nuestros derechos en nuestra tierra, y nada más; aunque vivamos en tiendas, como hicieron nuestros ancestros, lo importante es volver», remarca Jamil.

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Maja Smiejkowsk­a / Reuters Manifestac­ión propalesti­na.

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