Vida precaria en el Besòs
Jóvenes migrantes senegaleses y de otras nacionalidades que han sobrevivido a las pateras y han sido trasladados de Canarias a Barcelona hallan refugio en pisos de la periferia de la ciudad en grave riesgo de desahucio. Son viviendas de compatriotas, okupadas y en muy pobres condiciones.
Un chico aparece por el pasillo, con la capucha echada, y se agacha en una esquina del comedor, donde una decena de hombres y un par de niños comen arroz de la misma bandeja. Son africanos –senegaleses, la gran mayoría– y se reparten por cuatro viviendas de una escalera del Besòs. Se han convertido en albergues improvisados para migrantes que han salvado la vida en la crisis de las pateras en las islas Canarias y acogidos por compatriotas al poco de ser trasladados a Barcelona.
Parte de los muchachos que se amontonan en domicilios precarios de bloques endebles por la aluminosis salieron airosos apenas hace unos meses de una peligrosa travesía por el Atlántico hacia España. Algunos de quienes les dan refugio en la periferia de la ciudad se arrojaron antes que ellos a la misma odisea. Se calcula que más de 6.000 personas murieron ahogadas en 2023 en esa ruta. El sueño europeo se ha empezado a resquebrajar pronto para los supervivientes que han hallado abrigo en el barrio con las calles más pobres de Barcelona: a algunos ya los atosiga una orden de desahucio; los demás aguardan a que, tarde o temprano, los acose la misma amenaza.
«Llegó hace una semana», dice Sarr sobre el joven de la capucha. «Él lleva tres meses aquí –señala a otro–. Aquel lleva casi dos semanas. Este ya lleva dos... No saben ni decir hola, porque acaban de llegar. Todos fueron en patera hasta Canarias». Sarr –cocinero, casi dos décadas en Catalunya– cuenta que los han ido encontrando en la calle, tratando de salir a flote con la chatarra.
«Hay tres chicos que no saben ni wolof, como nosotros. Son de Guinea y son casi unos niños… No tienen nada. Los que trabajamos compartimos lo que tenemos con ellos y sus gastos son nuestra responsabilidad hasta que tengan papeles y una manera de vivir», se compromete Sarr. En el piso suelen ser cuatro, pero ahora se juntan 15 para tener cena y techo bajo el que acostarse tras exprimir la jornada a la caza de quincalla. No ganan más de 20 o 25 euros al día.
Los colchones se amontonan en el salón. «Los echamos donde queda sitio. Hacemos tres horarios para dormir. Estamos llenos. No vamos a dejar a nadie en la calle pero, si nos echan, ¿dónde van los chavales y dónde vamos nosotros?», se pregunta Sarr.
El Sindicat d’Habitatge de la Verneda i el Besòs congregó a unas cuarenta personas hace un par de semanas para desbaratar el cuarto intento de desahucio que el domicilio esquiva. La próxima tentativa de expulsión será a finales de febrero. El barrio concentra más viviendas ocupadas idénticas. También se hallan al borde del desalojo, porque carecen de contratos de alquiler que las ampare.
«Aquí hay muchos pisos que están a tope de gente que ha venido en patera», corrobora Ibra. Vive con Sarr y confiesa que a veces se echa en el suelo para ceder las camas a los jóvenes que localizan en la calle. «Vienen, luego se van y llegan otros nuevos. Es como una formación: cuando encuentran una vida mejor, se marchan», expone.
Sarr apunta al bloque de enfrente. «Allí entraron cuatro o cinco que llegaron hace poco de Canarias. También tienen desahucio. Todos tenemos los mismos problemas», se percata. Calcula que, solo por la casa donde reside, han pasado más de 35 chicos: «Muchos se fueron a Lleida y
Aragón, a trabajar al campo. Hacemos lo que deberían hacer los servicios sociales».
El Sindicat de la Verneda y el Besòs detecta trabas para conceder abogados de oficio a inmigrantes sin estancia regularizada, avisos de desalojo notificados sin apenas antelación, enredos burocráticos para resolver el empadronamiento e indicios de discriminación al denegar alquileres a los jóvenes africanos. «El hilo conductor es la incapacidad de participar de ninguna manera del mercado de la vivienda, sea por racismo o por falta de capacidad económica», opinan sus miembros.
Sarr siente que la negativa a arrendarlos los empuja a forzar viviendas vacías. «Podríamos pagar el piso, pero es de okupación porque no nos alquilan», se queja. «Los cuatro que tenemos nóminas las hemos presentado para pedir que nos hagan un contrato. Podríamos pagar 700 o 800 euros y no solo un piso, sino más. Si tuviera una casa, me llevaría a tres chicos que buscan chatarra para mantenerlos. Pero luego, de repente, vienen a echarnos y cerrar el piso. ¿Cómo es posible? La clave es el racismo», cree.
El Sindicat d’Habitatge de la Verneda ve indicios de discriminación a jóvenes africanos La gran dificultad que tienen para acceder a alquileres los empuja, afirman, a forzar viviendas vacías
Samba vive en otro piso de la escalera. Antes de él, paisanos suyos ya se resguardaron en la misma vivienda. «Los Mossos nos echaron el año pasado –recuerda–. Nos quedamos con las maletas en la calle. Volvimos a subir y abrimos el piso. La policía regresó pero les dijimos que no teníamos dónde ir». Ahora esperan juicio en mayo para ser desahuciados.
Samba entró en el domicilio hace cuatro años. Marinero experimentado, capitaneó una lancha con 37 personas hacia España. Los rescataron a la deriva, con el motor estropeado y después de más de 10 días de travesía, a unos 250 kilómetros de la costa. Hay días que pasa hambre para ahorrar y enviar dinero a sus hijos, sus hermanas y su madre, que siguen en Senegal: «No les he contado cómo vivo en Barcelona. Me daría vergüenza».
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