El 15M de la agricultura catalana
De manera recurrente a lo largo de la historia, los urbanitas giramos nuestra mirada al mundo rural para reconstruirlo de manera idílica. Sucedió, por ejemplo, con el Modernismo en el penúltimo cambio de siglo. Escritores como Jacint Verdaguer o Narcís Oller se lanzaron al elogio desmesurado de la vida natural y rural. Santiago Rusiñol recorrió con sus amigotes la España más profunda y recopiló una serie de bailes tradicionales casi tribales que se hizo reproducir por los obreros de Sitges en las fiestas modernistas. Identificaban lo primitivo con lo auténtico frente a la pretendida artificiosidad de la Modernidad. El fenómeno se ha reproducido ahora con la película Alcarràs, a la que todo urbanita bienpensante se refiere para fundamentar sus argumentos para explicar lo que pasa en el campo catalán que tomó Barcelona entre aplausos de los fans de Carla Simón.
Un buen conocedor de lo que ocurre entre los payeses me lo resume en un titular insuperable: «esta semana hemos vivido el 15M de la agricultura». Y se explica: hay un hartazgo de ser tratados como animales exóticos en vías de extinción a los que visita durante el fin de semana y se olvida cuando se entra en el súper a comprar; hay un hartazgo por el dúmping medioambiental que practican los Estados por la puerta de atrás de los tratados bilaterales con terceros; hay un hartazgo por la burocracia derivada de esas dos realidades: la tramitación de las ayudas para seguir ejerciendo de elementos decorativos y el control del cumplimiento de las normativas; y hay un hartazgo de los más jóvenes respecto a las organizaciones agrarias que se han acabado financiando con los servicios que prestan a los agricultores para cumplimentar esa burocracia, con lo cual las ven como parte del problema y no como defensores de sus problemas. El resumen es, como en el 15M, una nueva generación bien formada e informada que no pide subvenciones, sino que exige soluciones y denuncia la connivencia con el poder de sus representantes.
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