«Una combinación explosiva»
En este fragmento de Confeti, traducido y editado por Jordi Puntí, el narrador de la historia, un periodista estadounidense centenario cuya vida se cruza una y otra vez con la de Xavier Cugat, relata un episodio de la turbulenta relación del músico catalán con su segunda esposa, Lorraine Allen.
En invierno de 1948 yo me había instalado una temporada en Hollywood para escribir sobre su fauna musical, y muchas noches me acercaba a Sunset Strip y entraba en Ciro’s para ver el espectáculo de Xavier Cugat. Me sabía sus melodías y chascarrillos de memoria, nada que pudiera sorprenderme, pero hacía poco se había casado con Lorraine Allen, su segundo matrimonio, y me picaba la curiosidad saber cómo se llevaban. Todos los periodistas sabíamos que Xavier era un celoso de campeonato y Lorraine, una mujer de armas tomar. Una combinación explosiva. Un festín de primera para los periodistas. Entraba en Ciro’s, pues, saludaba a algunos conocidos y me situaba estratégicamente en algún punto donde tuviera una buena visión del local. Lorraine estaba allí cada noche. Como sobresalía en altura y belleza, no me costaba identificarla sentada sola en una mesa, o bailando para pasar el rato con algún señor distinguido, y me fijaba en sus gestos y en la mirada de Cugie. Yo era el espía que espiaba al espía. De vez en cuando ella desaparecía unos minutos para ir al tocador a reponerse el maquillaje, o se acercaba a la barra y pedía una copa. Entonces, como lo conocía tan bien, me era fácil detectar en el rostro de Xavier una mezcla de orgullo y de temor, una tensión que por dentro le azuzaba su recelo, pero no creo que se diera cuenta nadie más. Aparte de Lorraine, claro, que parecía divertirse con esa intriga. Para ellos cada velada en el Ciro’s era como un escaparate, un anuncio de la química que querían exhibir como matrimonio, al tiempo que cada titubeo de ella cuando un actor de renombre le pedía para bailar, y cada calada del cigarrillo cuando un millonario le daba fuego, sacudía imperceptiblemente aquella relación. Hasta que una noche fui testigo en que por primera vez se agrietó.
Quizás durante el día habían discutido por alguna tontería, vete a saber. La cuestión es que, cuando entré en el Ciro’s y busqué a Lorraine con la mirada, enseguida noté que se aburría. Sentada en la barra, cabizbaja y de espaldas a la orquesta, sus ojos iban de sus uñas a la copa de champán y de nuevo a las uñas, y de vez en cuando soltaba un resoplido silencioso que traducía el hastío de sus pensamientos. Si alguien se le acercaba para darle conversación, ella le rehuía con dos monosílabos y luego abortaba un bostezo de pereza. Mientras, Xavier dirigía la orquesta con su presteza habitual. Presentó una canción con un comentario picante sobre la esclavitud a la que le sometían las mujeres, y la gente se rio. Paseó la mirada por el público, buscando a Lorraine, y no la localizó. Al final de la canción, tampoco la supo ver en ninguna parte y anunció que la orquesta haría una pausa de veinte minutos. Era normal, todas las noches tenían derecho a dos descansos. Acto seguido Xavier bajó del escenario y, pasando entre el público, fue hacia la salida con aires de ofuscado, y eso ya no era tan normal. Un instinto de
protección, como si yo fuera su guardaespaldas, me empujó a seguirle. Él ni se dio cuenta.
Preguntó algo al portero de Ciro’s y salió raudo hacia la calle, caminando con pasos vivos hasta el Mocambo, que quedaba solo a cinco minutos. Yo detrás suyo. En el interior del local no le resultó difícil dar con Lorraine, que estaba bailando con un joven. Él le decía algo al oído y ella asentía sonriendo. Xavier se acercó, tocó al chico en el hombro y con autoridad, sin decirle nada, lo invitó a salir fuera. El chico le siguió obedientemente. Lorraine sonrió incómoda, sin acabar de reaccionar, y se quedó allí plantada.
Nada más pisar la calle, Cugat se dio la vuelta y le dio un puñetazo al chico. Así sin avisar. No llegué a tiempo de detenerlo y creo que habría sido inútil, viendo la furia que le gobernaba. Sin embargo, la embestida fue torpe y sólo rascó el mentón del rival, que a su vez le devolvió el golpe sin tocarle del todo. La escena era tan ridícula que por un momento pareció que bromeaban. Dos comediantes de slapstick. Se agarraron de las chaquetas y se empujaron y forcejearon, ahora uno ahora otro, hasta que el portero del Mocambo y yo los separamos. Cugat, que era más viejo y pesado, con el tupé rebelde en la cabeza, sudado, jadeaba y a la vez reía nervioso. El chico le decía y repetía que estaba loco mientras volvía en dirección al Mocambo, alisándose el vestido, y Cugat todavía levantó un dedo amenazador y le dijo que no se acercara a su mujer, pero el otro ni se dio la vuelta. Lorraine no apareció en ningún momento. En cuanto se deshizo la pelea reconocí al contrincante. Era Oleg Cassini, el diseñador de moda. El sparring ideal para ese sainete. Todos sabíamos que las cosas no iban bien entre él y su esposa, Gene Tierney; no se habían separado oficialmente porque ella estaba embarazada, pero hacía días que él buscaba consuelo fuera de casa. Recuerdo hoy sus facciones de pómulos salidos, su bigotito delgado, su inglés afrancesado, y me cuesta creer que ese finolis acabara siendo uno de los diseñadores de mayor reputación, quien vestía a Grace Kelly o Jackie Kennedy. (Todos ellos también han muerto ya). ■