Un festival musical «politizado»
Miguel Ángel Barrachina SANT ADRIÀ DE BESÒS
Las razones para no ver el decadente espectáculo en el que ya hace años se convirtió Eurovisión son múltiples. Para empezar, más que un concurso musical bien podría ser una competición por el título al friki más estrambótico del año. Para no irnos muy lejos basta con recordar que nosotros enviamos a un Elvis con guitarrita de juguete. Este año enviamos a Nebulossa defendiendo la canción Zorra.
Recuerdo a las Vulpes, una banda de chicas punk, al grito de «¡Quiero ser una zorra!». Eran los locos ochenta y en el contexto contracultural de la Movida cabía casi todo. En el 2024 dudo que sea lo más acertado, a pesar de que a la propia ministra de Igualdad le parece una canción «divertida y empoderadora de la mujer». No soy mujer, pero de serlo querría ser empoderada de otras formas, como cobrando el mismo sueldo que un hombre o no teniendo miedo de volver sola a casa por la noche.
Hablamos de Eurovisión, ese certamen que vetó a Rusia por su invasión de Ucrania y no por casualidad declaró vencedor al país invadido. Sin embargo, la ética del festival no alcanza para vetar también a Israel, a pesar de los indicios de genocidio en Gaza.
En definitiva, se trata de un evento politizado. Lejos queda el tiempo en que cuatro jovencísimos suecos ganaron con Waterloo. Aquello era música, muy buena música y dio inicio a una de las carreras más exitosas y memorables de la música pop. No veré el festival en mayo y me conformo con que no gane Israel. Sería el colmo.