Cien años (más) de radio
La anécdota ha sido contada y ni siquiera sé si es anécdota o leyenda (es decir, una historia adornada por el mito, pero con verdad dentro).
Va de un tipo de mi aldea que emigró a Alemania, donde trabajó durante unos años. Antes de regresar, compró un transistor allí. Lo probó antes de salir de viaje: obviamente, salieron del aparato frases con alta densidad de consonantes, en alemán. Cuando llegó a la aldea, familiares y curiosos vecinos se agavillaron alrededor de la (entonces) modernísima radio. «Va fenomenal, se escucha perfecto, pero, cuidado, que habla un poco raro», dijo el viajante. Entonces la encendió y, claro, de repente la radio hablaba en el castellano rigidísimo del régimen.
El cuento viene a cuento porque esta semana fue el día de la radio y se celebran en 2024 los 100 años de su primera emisión, en Radio Barcelona. Quizá tenga la misma veracidad que uno de los chistes de Vente a Alemania, Pepe, pero sirve para ilustrar de qué modo la radio siempre tiene futuro por una razón: sintoniza con la lengua y la actualidad del lugar donde se prende. La han dado por muerta mil veces, ante cada nuevo invento, pero las cifras de oyentes crecen cada año. Es un invento del pasado, pero siempre futurista.
Por ejemplo, cuando era niño, mis padres acudían a las charlas que el departamento comercial de Planeta organizaba en el famoso edificio de las plantas en la fachada. Si ibas a escuchar la turra sobre cualquier enciclopedia (recuerdo una Visual que acabó en casa), te daban un presente, compraras o no. En uno de estos viajes, cruce de misa y conferencia del CCCB con obsequio de Bingo, nos regalaron una radio despertador. Parecía un Ovni, un fetiche del año 3003. Se ponía en la mesilla y tenía números luminosos y de color rojo que se proyectaban hacia el techo de la habitación. Además, en lugar del típico pitido o rin-rin insidioso, te despertaba con la emisora, con las noticias de la mañana.
Me parecía, el invento, algo de otro planeta. Hace menos de un año, compré una parecida para mi casa (aunque los números no son batseñales como los de aquella). Así que a las 7,45 me despiertan las noticias del día. Por culpa de eso, mi hijo parece un Gabilondo con dientes de leche: camino del cole le cuenta a quien escuche la actualidad: «¿Importantes elecciones en Galicia, eh?», «Es serio: si no llueve, habrá más restricciones» –dice retiriciones, claro–.
Siempre allí
Desde hace años, colaboro en diversas radios. Cuando voy los viernes al Territorio Comanche, una sección del programa de Julia Otero, le digo que me voy a la radio. Le hace gracia. En realidad, nunca me voy de la radio, siempre estoy ahí, de este lado o del otro.
Da igual el año, siempre hay una historieta para la radio. El nivel de contenidos de la radio está a años luz de la media de la tele. Es una compañía fiel en los peores momentos, el runrún del río de la actualidad o los estanques del entretenimiento. Da igual si es el serial de Superman que escuchaba mi padre en la aldea o los pódcasts que me pongo para emparejar calcetines el domingo. La radio democratiza la vida, la música y el acceso a la información. Los acerca a todo el mundo, sin distinción. En los peores momentos y en la fiesta. Como dice la madre de Woody Allen en la película Días de radio: «Están esos que beben champán en las discotecas y luego estamos nosotros, los que escuchamos en la radio cómo beben champán».
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