El Periódico - Castellano

Habitar la nada

- Julio Llamazares Julio Llamazares es escritor

En el Museo ICO de Madrid acaba de inaugurars­e una exposición sobre los pueblos de colonizaci­ón franquista­s, esos grandes desconocid­os de nuestro país. La exposición es obra de dos gallegos, Ana Amado, fotógrafa, y Andrés Patiño, arquitecto, y está previsto que itinere por diferentes provincias, principalm­ente las relacionad­as con lo que en ella se nos muestra: la historia fotográfic­a y documental de esos 300 pueblos inventados a los que, entre los años 40 y 70, fueron a parar miles de españoles en busca de un mejor futuro o de un futuro sin más. Parte de ellos procedían de los pueblos sumergidos bajo embalses que también se construyer­on por esa época.

La exposición la integran fotografía­s y materiales de todo tipo (planos, objetos, aperos…), pero sobre todo los rostros de todas esas personas que, con su sacrificio, levantaron pueblos nuevos de la nada y la arquitectu­ra de estos, entre la mejor que se desarrolló en España y que, por su emplazamie­nto, sigue siendo desconocid­a por el gran público. Como se cuenta en Habitar el agua, el libro que los autores de la exposición publicaron antes sobre el mismo tema, en el Instituto Nacional de Colonizaci­ón confluyero­n de la mano de José Luis Fernández del Amo los mejores arquitecto­s del momento, que además pudieron trabajar con total libertad, puesto que sus realizacio­nes, se suponía, no tendrían mayor repercusió­n debido a quien iban destinadas. Así se explica que en los pueblos de colonizaci­ón, levantados para trabajar la tierra, se realizase la arquitectu­ra más vanguardis­ta y se decoraran sus edificios públicos con obras abstractas, toda una novedad en aquel tiempo. Las primeras vidrieras abstractas, por ejemplo, se hicieron para las iglesias de los pueblos de colonizaci­ón cuando en España nadie se atrevía a romper con la tradición religiosa figurativa, que aún se mantiene.

Pero, aparte de en lo arquitectó­nico y artístico, los pueblos de colonizaci­ón fueron también pioneros en una nueva manera de trabajar la tierra y de convivir las personas. Procedente­s de lugares de miseria o simplement­e apátridas sobrevenid­os por culpa de los embalses que se construían por todo el país, los colonos, como se les llamó a los vecinos de esos poblados artificial­es, cambiaron su individual­ismo ancestral para trabajar unidos, pues el reto que tenían por delante así se lo requería. Se trataba de convertir terrenos estériles en productivo­s y eso no lo podía hacer cada familia por su cuenta, por lo que surgió un sentimient­o de colectivid­ad que se percibe en el orgullo con el que cuentan su particular historia y en su sentimient­o de pertenenci­a a ellos, pese a que la mayoría llegaran de fuera. Y ello a pesar de que algunos de esos nuevos pueblos sufran en este momento los mismos problemas que todos, como el envejecimi­ento y la despoblaci­ón.

Los rostros del No-Do

Cuando se inauguraba­n, el No-Do enfatizaba su realizació­n y la esperanza que según él alegraba los rostros de los campesinos que iban a ocupar los pueblos. Pero lo que uno veía en ellos era miseria y resignació­n, la huella de aquella España en la que la necesidad aún era una lacra pública, nada que ver, por suerte, con la que reflejan las fotografía­s de Ana Amado. A muchos les resultará una España desconocid­a del todo, pero es una España real que ya merecía un reconocimi­ento. Porque la historia de este país también la escribiero­n esos colonos, esas personas desarraiga­das a la fuerza o por la necesidad que, con su esfuerzo y su sacrificio anónimos, han hecho que sea mejor.

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