El activista político implacable y guasón que era inmune al miedo
Alexéi Navalni El principal líder opositor ruso, nacido en 1976 en Odintsovo, una ciudad dormitorio de la periferia de Moscú, usó su faceta burlesca para mofarse de las autoridades y de la mediocridad de los servicios de espionaje de su país. Su fundación contra la corrupción se implantó en casi todas las regiones.
En el documental Navalni, centrado en la figura del opositor fallecido ayer, hay una escena que revela la personalidad y el activismo político del más implacable crítico que ha tenido Vladímir Putin. Flanqueado por Cristo Grozev, el periodista de investigación de la web The Insider, Alexéi Navalni apenas logró contener la risa cuando consiguió, en una conversación-trampa a través del teléfono, que su interlocutor, Konstantin Kudriavtsev, un agente del Servicio Federal de Seguridad (FSB, ex-KGB) le confesara que le había colocado en los calzoncillos el veneno Novichok que casi le mató en el verano de 2020. «¿En las costuras externas o internas?», inquirió el activista. «El interior, en la entrepierna», respondió inocentemente el espía, en paradero desconocido desde entonces.
La escena dio la vuelta al mundo, propiciando infinidad de memes, chistes y caricaturas. Pero quienes tramaron la broma obtuvieron también otro logro: pusieron al descubierto la mediocridad imperante en las filas de los servicios de inteligencia y, por ende, de toda la élite que gobierna el país.
Desde The Guardian, Simon Tisdall, uno de sus columnistas estrella, se preguntaba ayer si esta faceta burlesca del carácter de Navalni, nacido en 1976 en Odintsovo, una ciudad dormitorio de la periferia de Moscú, había sido lo que acabó con la paciencia de sus captores. Máxime cuando en enero, tras un periodo de desaparición debido a un traslado carcelario, había vuelto a las andadas, mofándose de la reacción excesiva de las autoridades rusas a una fiesta en Moscú a la que acudieron numerosas cerebrities casi desnudas.
Al margen de la tragedia de la guerra en Ucrania y la implacable persecución de los opositores rusos, lo cierto es que durante los últimos años, razones ha habido, y de sobras, para el pitorreo en la Rusia de Putin. En enero de 2021, recién regresado a Rusia (y arrestado) tras la obligada convalecencia médica en Alemania por envenenamiento, el equipo de Navalni difundió un vídeo sobre el denominado Palacio de Putin, un vasto complejo a orillas del mar Negro de 7.000 hectáreas con exquisiteces propias de la dinastía imperial Romanov. «El vídeo demuestra que el presidente no está mentalmente sano; está obsesionado con la riqueza», denunció entonces Navalni, hurgando en una herida del pasado de Putin, repleto de privaciones, en un típico apartamento compartido soviético, más conocido como komunalka, en el Leningrado de la postguerra, y lidiando a diario con pandillas callejeras.
Sorna aparte, el gran logro de Navalni como opositor político fue haber roto barreras y techos de cristal infranqueables, hasta la eclosión de su figura, para la disidencia en Rusia, circunscrita hasta entonces a las clases intelectuales, herederas de la intelligentsyia soviética en Moscú y San Petersburgo. La Fundación contra la Corrupción (FBK), la oenegé que creó, logró implantarse en toda Rusia gracias a las nuevas tecnologías, llevando a todos los rincones la denuncia contra la oligarquía y la corrupción regional y estatal, y el mensaje de que una alternativa al actual estado de cosas existía y era posible. El respeto que generaba su figura entre las autoridades se reflejaba en las duras condiciones de su encarcelamiento, donde sufría desde privaciones de sueño hasta falta de atención médica adecuada, presentando en cada aparición pública un aspecto físico cada vez más desmejorado.