El Periódico - Castellano

La caja de resonancia

La discusión sobre el precio de las entradas debe tener en cuenta factores objetivos (y los estadios se suelen llenar sin apuros). Si esa dimensión industrial del rock nos indigna, la solución es fácil: volvamos a los clubs.

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Escandaler­a en las redes por los precios de las entradas de Pearl Jam (en Barcelona) y AC/DC (en Sevilla), con cifras que trepan por encima de los cien euros para las localidade­s más alejadas. Llueve sobre mojado y me remito a la polvareda que levantó la última gira de Bruce Springstee­n, que después de todo se saldó con un hermoso rosario de sold outs en cuestión de horas. Sin novedad en el frente.

Es un hecho que los precios han sufrido alzas agudas, pero no está de más tratar de entender las razones. Hay, primero, un encarecimi­ento de las produccion­es, con detalles muy específico­s (y prosaicos), como es el alquiler de los escenarios. Las tarimas, mondas y lirondas, fabricadas por empresas desbordada­s por la multiplica­ción de las giras de estadios tras la pandemia. «Hay más demanda de escenarios que escenarios», me cuenta un avezado promotor. Los precios de estos montajes básicos representa­n varios cientos de miches en vela en la calle de los años 90 (y multiplica­das). ¿Cómo se gestiona una cola de 120.000 personas, como la registrada el pasado viernes con AC/DC, que duplicaba el aforo de La Cartuja?

Hemos llegado a pensar que estos episodios podían causar crisis de reputación de los artistas, sobre todo los que cultivan una imagen de tipos cercanos y sensibles (Pearl Jam se enfrentó a Ticketmast­er hace 30 años), pero la realidad es que, más allá de un núcleo duro de fans históricos que pueda llegar a plantarse, las protestas no tienen consecuenc­ias. Los estadios se llenan, y más que nunca. Y no solo de ricos, porque no hay tantos. Después de todo, ¿qué queremos? ¿Nos encanta el rock como gran circo romano? Si realmente tanto nos indigna la dimensión industrial que ha cobrado, démosle la espalda y volvamos a los clubs, que siguen ahí, capeando las dificultad­es. Pero me temo que ese no es el camino que el mundo ha decidido seguir.

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