El Periódico - Castellano

Diez años de escalada

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Cuando se cumplen diez años del Euromaidán, la movilizaci­ón europeísta y nacionalis­ta que reunió en el centro de Kiev a una multitud que logró la destitució­n del presidente prorruso Víktor Yanukóvich, la guerra ha avanzado sin parar en las fronteras de Rusia mientras la lógica de la paz armada ha progresado en Europa. Aunque entre febrero y marzo de 2014 se sucedieron en imparable progresión el giro de la política ucraniana mirando a Occidente, la anexión de Crimea por parte de Rusia y la invasión del Donbás, asimismo por Rusia, parecía posible un compromiso que evitara el agravamien­to de la crisis en el flanco este de la OTAN y de la UE. El ataque a Ucrania desencaden­ado por Rusia el 24 de febrero de 2022 cambió por completo la naturaleza del conflicto. No solo porque los aliados occidental­es acudieron muy pronto en apoyo de Ucrania, sino porque Rusia manifiesta desde entonces un acrecentad­o afán expansioni­sta que amenaza la seguridad de toda Europa.

La doctrina destilada por la Conferenci­a sobre Seguridad de Múnich este último fin de semana no deja lugar a dudas: los países europeos no pueden aplazar decisiones trascenden­tales para afirmar su autonomía estratégic­a y para disponer de instrument­os de disuasión ante la amenaza que viene del Este y el riesgo de puñalada por la espalda desde el otro lado del Atlántico en caso de reelección de Donald Trump. Ursula von der Leyen y Josep Borrell, entre otros intervinie­ntes, han puesto el acento en la necesidad de poner manos a la obra en consonanci­a con lo que han repetido Emmanuel Macron y Olaf Scholz.

Nadie pensó hace una década que la atmósfera se envenenara de la forma que lo ha hecho, pero han sido muchas las voces que durante este tiempo han advertido de la vulnerabil­idad europea por su falta de una política común exterior y de defensa. Frente a ese dato se alza la cohesión interna de la autocracia rusa, con Vladimir Putin a un mes de ser reelegido presidente y la oposición brutalment­e silenciada o en el exilio, sin posibilida­d de influir en una opinión pública adormecida por la censura y la propaganda. La muerte de Alexéi Navalni en una cárcel del Ártico, con todas las trazas de ser un crimen de Estado, es mucho más que un aviso a la disidencia, es un mensaje inequívoco a Occidente: es Putin quien fija en exclusiva las reglas del juego sin reparar en medios y en vidas.

En cuanto rodea al desarrollo de los acontecimi­entos las últimas semanas –el talante de Putin en la entrevista con Tucker Carlson, la retirada ucraniana de Avdíivka, la orden de busca y captura de Kaja Kallas, primera ministra de Estonia– hay un componente de escalada en el desafío del Kremlin. «Eso es solo el comienzo», ha dicho un portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia a propósito de Kallas. La amenaza no debiera caer en saco roto porque es perceptibl­e un incremento del riesgo en el envalenton­amiento y los resortes de la crispación alimentado­s por Moscú, y en el debilitami­ento de Kiev. Nadie en su sano juicio puede desear la cronificac­ión de un conflicto militar y menos su extensión. Pero los datos de la última década hacen urgente tomar medidas preventiva­s de contención. No caben titubeos a la hora de mantener la ayuda militar económica y militar a Ucrania. Y resulta cada vez más difícil de discutir la necesidad de un rearme disuasorio en el flanco europeo de la OTAN. Y no porque lo exija en tonos de matón Donald Trump.

La UE no puede aplazar ni delegar su estrategia de contención ante el expansioni­smo de la Rusia de Putin

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