Lamentablemente, no solo era el Barça
El recurso abusivo a la subcontratación se da entre grandes constructoras y en otro tipo de corporaciones
Hace unas semanas, a propósito del estadio del Barça, señalábamos: «La duda razonable es si este caos laboral se dan tan solo en la remodelación del Nou Camp. Lamentablemente, no estamos ante una excepción turca». Han bastado unas semanas para que una nueva investigación de EL PERIÓDICO lo certifique: la explotación laboral, más o menos encubierta y legal, abunda en las grandes obras. Y en este caso, para resultar aún más lamentable, los clientes finales son administraciones públicas. Una vez destapadas las vergüenzas, se puede pensar que una legislación más precisa y una inspección más eficiente pueden evitar episodios parecidos. Sin duda, pero no podemos obviar otras consideraciones.
Muchas de las compañías que abusan de la externalización, sacan pecho argumentando que cumplen con la Agenda 2030, que asumen prácticas de responsabilidad social de la mano de prestigiosas escuelas de negocio o que el salario medio de sus empleados está por encima de la media. Pero obvian el recurso abusivo y sistemático a la subcontratación, que no se da sólo entre grandes constructoras sino que también abunda en otro tipo de corporaciones. En ese saco de la externalización cabe todo bien disimulado, prácticas como las que ahora señala EL PERIÓDICO o casos como el de las camareras de hotel, las kellys, que armaron un buen revuelo hace pocos años. Su indignación nos permitió descubrir un silencioso submundo carente de humanidad.
Cuando señalamos a la política como responsable de todos los males cometemos un error que, de no enmendar, nos impedirá salir del entuerto en que nos hemos sumido. Los poderes públicos pueden hacerse merecedores de todas las críticas, pero la política no vive al margen de la sociedad: es la evidencia de un mundo desorientado y fracturado. Lo que ocurre es que, a diferencia de lo que sucede en otros ámbitos, los políticos se hallan sujetos a un escrutinio constante e inmisericorde. Hechos inaceptables, como los que se detallan en estas páginas, resultan menos obvios pero no son de menor gravedad de los que vemos en la gestión pública. Ello me lleva a pensar que el descalabro político no es tanto la enfermedad como la manifestación de muchos males que explosionaron dramáticamente en 2007. Un hundimiento que hemos ido conduciendo desde entonces, pero que seguimos sin encarar.
La dificultad radica, en buena medida, en la debilidad de nuestra política y en su incapacidad por gobernar una economía global. Pero en este mundo tan abierto, en que el dinero circula tan alegremente de una a otra parte, no hay estado que, por si solo, pueda conducir las disfunciones del modelo. Y como tampoco los organismos multilaterales se hallan en su mejor momento, sólo cabe esperar que dicho dinero global asuma el momento y entienda que la indecente desigualdad de nuestros días puede llevar al colapso. En el caso que nos ocupa, no sólo los poderes públicos, también las compañías decentes, que son una clara mayoría, deben rechazar a quienes se enriquecen al margen de la moral.
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