El Periódico - Castellano

Balance de la guerra a dos años vista

- P Olga Merino es periodista y escritora

Este viejo mundo apenas empezaba a levantar cabeza tras la pandemia por el covid, cuando, en la madrugada del 24 de febrero de 2022, la invasión rusa de Ucrania conllevó un vuelco geoestraté­gico de consecuenc­ias aún impredecib­les. Ya nada volverá a ser igual. Justo a dos años vista, el balance no puede ser más desolador: el Ejército ucraniano, escaso de munición y de soldados, está perdiendo la guerra. En un año, en el curso de 2023, las fuerzas ucranianas apenas se han movido del sitio, pese a su sobrehuman­a resistenci­a. La supuesta contraofen­siva que iba a tener lugar el verano pasado no llegó a producirse, mientras que la reciente retirada, para «preservar la vida», de la ciudad de Avdíivka, punto clave de comunicaci­ón para los dos bandos, representa un serio revés estratégic­o para Kiev.

Aparte del cansancio emocional de Europa, la deflagraci­ón del conflicto en

Gaza ha supuesto la puntilla: los intereses de Tío Sam miran ahora hacia otro lado. El paquete de ayuda militar adicional a Ucrania, de 60.000 millones de dólares, permanece estancado por la presiones de los congresist­as republican­os, cuyo posible candidato a las presidenci­ales de noviembre, Donald Trump, ya ha animado a Rusia a «hacer lo que demonios quiera» con los socios de la OTAN que no paguen sus facturas, con quienes no gasten el objetivo de la Alianza del 2% del producto interior bruto en defensa.

¿Significan estos indicios que Rusia esté ganando la guerra? Tampoco. Mantiene posiciones sobre una tierra muerta, despoblada, ahíta de odio, cubierta de minas, despojada de futuro durante al menos una generación. Sin embargo, Vladímir Putin invertirá hasta el último aliento en la conservaci­ón de las ganancias territoria­les en estos dos años de combates; esto es, la península de Crimea y buena parte de la región del Donbás. No cederá un milímetro; se lo está jugando todo a la carta del nacionalis­mo y las heridas mal curadas de la caída de la URSS. Con la desaparici­ón física del opositor Alexéi Navalni en una colonia penal en el Ártico, con el candidato pacifista Boris Nadezhdin fuera de juego, a buen seguro que Putin volverá a hacerse en el paripé electoral con el inquilinat­o del Kremlin, durante seis años más. Ese Putin que, como dice el escritor ruso Maxim Ósipov en su último libro de relatos, Kilómetro

(Libros del Asteroide), se parece cada vez más a Smerdiakov, el bastardo de Los hermanos Karamázov. Cínico, perverso, carente de responsabi­lidad moral, golpea en la sien a su padre con un pisapapele­s de hierro y, aunque cae sin un grito, lo sigue machacando una y otra vez.

Dos años después, no parece que Ucrania vaya a conseguir expulsar a Rusia de su territorio ni que Moscú se disponga a lograr avances significat­ivos. En el mejor de los casos, nos encontramo­s frente a una guerra enquistada en el medio plazo. Pero tampoco radica la solución en el entusiasmo bélico y el rearme generaliza­do, que solo benefician al complejo militar-industrial. Menos, con una potencia nuclear. Es preferible un acuerdo de mínimos que prolongar esta guerra nefasta para Europa.

Nos encontramo­s frente a un conflicto enquistado en el medio plazo, pero la solución no radica en el entusiasmo bélico y el rearme generaliza­do

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Olga Merino

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