El Periódico - Castellano

El silenciado exilio republican­o en los campos de Francia

Mireia García Contreras pone el foco en el «trato infame» que el Gobierno francés dio a los españoles que huían de Franco en la novela ‘Las palabras calladas’.

- ANNA ABELLA

Un niño de unos 4 años y una niña de 7. A ambos les falta una pierna, perdida en el bombardeo fascista que mató a su madre. Caminan con su padre y su hermano mayor hacia la frontera, al exilio. Los inmortaliz­ó una icónica foto de la retirada republican­a, en enero de 1939, atribuida a la agencia Roger-Viollet. Parecen vislumbrar­se también, durante unos segundos, de espaldas, en uno de los vídeos grabados aquellos días y que puede verse hoy en el Museu Memorial de l’Exili (MUME) de La Jonquera. Hasta allí viajó este lunes la socióloga y periodista Mireia García Contreras (Barcelona (1974), que en su debut en la novela, Las palabras calladas ( Espasa), incorpora cameos de esos dos niños que en realidad venían de Monzón (Huesca), aunque en la ficción sean víctimas de las bombas sobre Granollers.

La novela pone el foco en la memoria del medio millón de republican­os, mitad militares, mitad civiles, que en 15 días cruzaron la frontera por Le Perthus huyendo de las tropas de Franco y pasaron por los campos de concentrac­ión del sur de Francia, como el de Argelès-sur-Mer, una playa cercada de alambre de espino, donde sufrieron hambre, violencia, humillació­n y enfermedad­es. «Los llamaron campos de internamie­nto pero eran campos de muerte. Nos decimos que hoy esto no pasaría, pero está pasando. No hemos avanzado nada. Lo sufrimos como pueblo y sin embargo, cuando vemos a los que hoy huyen como refugiados del hambre y las guerras nos tapamos los ojos, nos decimos que no va con nosotros. El silencio nos ha amputado como personas, hemos amputado nuestra historia», denuncia la autora.

El abuelo de García Contreras, voluntario republican­o, fue apresado y pasó una década como trabajador esclavo en el Valle de los Caídos hasta que su familia logró el indulto. Murió un año después de volver a casa. «Y mi abuela se quedó sola sacando adelante a dos niños pequeños tras haberle seguido por media España, con una vida destrozada. Conozco muy bien la historia de los represalia­dos que se quedaron», apunta quien por ello quiso profundiza­r en la de los que marcharon al exilio con libros como los de Eduard Pons Prades y Feferica Montseny.

«Les tenían miedo»

«Lo que pasaron los exiliados en los campos franceses ha quedado silenciado a la sombra de los campos de exterminio nazis. Los franceses no tenían intención de exterminar a los españoles, pero no esperaban aquella avalancha de 500.000 recién llegados en una región de 100.000 habitantes. Los recluyeron primero en aquella playa de Argelès donde no había nada más que arena cuando llegaron y que fue como una cárcel de la que no podían salir sin permiso», recalca. «Les tenían miedo. La prensa francesa decía que los republican­os, los rojos, se comían a los niños y mataban a las mujeres. Es el mismo discurso que hoy usa Vox cuando dice hay que echar a los menas porque violan mujeres», alerta.

Recuerda la novela «el trato infame que les dieron los gendarmes franceses, la mayoría soldados senegalese­s, que además de violencia de todo tipo abusaron de las mujeres». «Muchas pensaron que si iban a violarlas igual, mejor ir con ellos a cambio de comida y agua para sus hijos. La mayoría nunca lo contó, por pudor, por vergüenza, pero los testimonio­s recordaban cómo se las llevaban detrás de los barracones», explica.

La ficción sigue a tres personajes entre su llegada a Argelès en 1939 y 1941, cuando el 13 de febrero, en Montpellie­r, se reunieron Franco y el general Pétain, líder de la Francia de Vichy, colaboraci­onista con los nazis. Pero también salta en el tiempo hasta 2019, cuando tres de sus descendien­tes, también marcados por la pérdida, coinciden en la estación de tren de Portbou. Uno acaba de divorciars­e, otra ha sufrido un desahucio y otra vive en la calle tras pasar por el psiquiátri­co.

«Mi objetivo era reflejar cómo a pesar de los silencios el trauma pasa de generación en generación. Cómo el hecho de ser descendien­te de una víctima condiciona tu vida, cómo heredas la pena, el dolor, en este caso de la posguerra, de gente que fue silenciada, convertida en parias y monstruos. Les impidieron restablece­r su orgullo, su autoestima, su dignidad», lamenta esta nieta de represalia­do.

«Cuando oigo a los que dicen que para qué abrir las fosas de los fusilados por el franquismo, que eso es abrir viejas heridas, que no hay que remover el pasado, yo les

«El discurso de que los ‘rojos’ se comían a los niños es el de Vox contra los ‘menas’ hoy»

digo que hablan porque ellos no tienen a nadie enterrado en ellas y solo quieren evitar que se remueva para que no huela mal. Que se callen y dejen que los que sí tienen muertos en las cunetas puedan cerrar sus heridas –se indigna–. Es vergonzoso que tantos años después sigamos igual».

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Hulton-Deutsch Collection / Corbis Imagen del campo de concentrac­ión para refugiados republican­os en Argelès-sur-Mer, en 1939.
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Rafel Duran Mireia García Contreras, autora de ‘Las palabras calladas’, en La Jonquera, el pasado lunes.

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