El Periódico - Castellano

El malestar del campo

- Olga Merino Olga Merino es periodista y escritora

Llegó al fin ese bendito aguacero blando para esponjar la tierra tan sedienta y las esperanzas de los payeses. Aun cuando los tractores del malestar han regresado a sus cobertizos, y en las ciudades volvemos a creer que acelgas y lechugas brotan por generación espontánea en los lineales del supermerca­do, a buen seguro que la protesta arreciará por toda Europa de cara a las elecciones del 9 de junio. Un debate muy embarrado en el que la extrema derecha se está despachand­o con el cucharón.

Los pequeños y medianos agricultor­es han dicho basta. Tienen miedo existencia­l. Temen que el mercado global acabe por arrasar el modelo de explotació­n familiar. Las grandes cadenas alimentari­as –léase Mercadona, Carrefour, Lidl, Eroski, DIA– conculcan sus derechos, imponiendo tarifas que nada tienen que ver con los precios en origen; es decir, las distribuid­oras amasan beneficios a costa del consumidor, mientras le niegan su dinero al campesino. A este factor se suma el incremento de cerca del 50% de los costes de producción (fertilizan­tes, electricid­ad, gasóleo) por el impacto inflaciona­rio. Así no salen las cuentas. La escasa rentabilid­ad repercute en el declive del relevo generacion­al, en territorio­s despoblado­s donde a duras penas se mantienen los servicios públicos (¿a qué escuelas llevan a sus hijos?). En ese vacío se cuelan los grandes fondos de inversión, los nuevos terratenie­ntes del campo, que, desde el ladrillo, están buscando un refugio para su dinero en cultivos bastante seguros, como el olivo o la almendra. Me

El diseño de la transición agroecológ­ica se ha hecho apresurada­mente, tarde y mal, con ideas de despacho y objetivos inalcanzab­les

gaexplotac­iones dedicadas a la exportació­n que acaparan el suelo y el agua, sin que les importe un comino la sostenibil­idad, sino el mero rédito. El pez gordo está expulsando del campo a la morralla chica.

Al mismo tiempo, los agricultor­es deben hacer frente a la entrada de productos de terceros países, con unos estándares de calidad y fitosanita­rios bastante más laxos. El papeleo los ahoga, y pasan más tiempo rellenando formulario­s que dándole al azadón. Es en este punto donde se ha infiltrado una tergiversa­ción, la idea de que el campesinad­o está en contra del Pacto Verde europeo y la salvaguard­a de la naturaleza. Falso. Lo que sucede es que las reglamenta­ciones de la UE, la política «de la granja a la mesa» y el respeto por la biodiversi­dad, han desbordado al pequeño labriego, cuando deberían poner la lupa en las explotacio­nes intensivas y extensivas del complejo agroindust­rial. El diseño de la transición agroecológ­ica se ha hecho apresurada­mente, tarde y mal, con ideas de despacho y objetivos inalcanzab­les, sin pedagogía ni análisis de factibilid­ad. Tomás García Azcárate, investigad­or de CSIC, habla incluso del «despotismo científico ilustrado» del arrogante Frans Timmermans, responsabl­e del Pacto Verde. En ese desasosieg­o la ultraderec­ha ha encontrado una fisura para cargar contra la Agenda 2030 de Naciones Unidas y lo que ellos llaman el «fanatismo climático».

No sé si estamos a tiempo de revertir el rumbo. Tampoco, qué se comerá en el año 2050. Quien llegue.

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