El Periódico - Castellano

El día más atroz de sus vidas

Dos de los supervivie­ntes de los atentados del 11M explican lo que recuerdan de aquel día. Uno esquivó la ceguera, aunque vio a su abuelo sufrir de por vida. El otro salvó a sus dos hijos y trata de vivir sin rencor.

- D.L. FRÍAS / R. BÉCARES

Adrián recuerda que, esa mañana, tenía prisa. «Íbamos camino a clase para hacer un examen a primera hora y llegábamos tarde. Éramos un grupo de cinco chavales de 15 años que cursábamos 3º de ESO. Y esa mañana, ironías del destino, corrimos para no perder el tren».

Lo recuerda ahora, 20 años después del suceso, Adrián Sánchez de la Blanca. Fue uno de los supervivie­ntes de los atentados en los trenes del 11 de marzo de 2004. Él, junto a su grupo de amigos, fue víctima de las explosione­s que se registraro­n en la estación de Santa Eugenia. «No sé ni de qué estábamos hablando en el momento de la explosión; creo que ni hablábamos, porque íbamos apurados de correr para pillar el tren. Sé que mi compañera dejó la mochila en el suelo, alguien le hizo una broma dándole un golpecito y entonces…»

Entonces, explotó. Una de las bombas que había colocadas en los trenes de Cercanías. Para Adrián, la sensación fue «como uno de esos sueños en los que te caes de un bordillo. Exactament­e la misma sensación, con la diferencia de que nunca se terminaba. Empecé a caer para un lado, para el otro y era como ‘mierda, no me despierto’. Pensaba que aún estaba soñando en la cama».

A cuatro patas en el tren

«Lo siguiente fue despertarm­e a cuatro patas en el tren. Mi amiga estaba debajo; a mis amigos no los encontré. Intentaba despertar a la chica, pero no podía, se le caía la cabeza. Recuerdo que le di unas cuantas guascas a la pobre, para intentar despertarl­a». Como no lo conseguía, Adrián la enganchó de la mochila y arrastró su cuerpo hasta uno de los boquetes que dejaron las bombas. Así consiguier­on salir del vagón y cayeron a las vías.

Tal vez del golpe que se pegó, la chica volvió en sí. Lo siguiente que recuerda es sentarse ambos a descansar y a gente diciéndole­s que se tenían que mover de allí, porque la explosión había destrozado la catenaria y estaba pegando chispazos. «Aquello parecía una película de terror. Gente chillando, mucha sangre y un olor muy fuerte». Y una sensación de que los ojos se le iban cerrando. No se imaginaba en ese instante que estuvo a punto de quedarse ciego.

A los pocos minutos encontró a dos de sus amigos, con diferentes lesiones. El último apareció más tarde, pero estaba ileso: «Salió volando junto a la puerta del tren y eso le amortiguó el golpe. Le tuvieron que operar de un oído, pero fue el que quedó mejor de los cinco», recuerda.

Otro amigo perdió la movilidad en los dedos y eso le negó su sueño de ser cirujano. A la chica le impactó metralla en los glúteos. Adrián se achicharró la parte superior del cuerpo, cara incluida. Y los ojos, que tanto le dolían, sufrieron porque ese día llevaba lentillas y le reventaron dentro de los ojos. «Las perspectiv­as de vida te cambian mucho –reflexiona, 20 años después del periplo–. A partir de ahí dejé de peinarme. Hasta entonces no salía de casa sin arreglarme el tupé. Pero a partir de ahí cambiaron las prioridade­s».

El abuelo no quería saber nada

Adrián relata su historia con cierto tono positivo y alegre… hasta que toca hablar de su abuelo. El hombre vivía a 10 minutos de la estación y le despertó el ruido de la bomba. «Todos presentían que me había tocado a mí. Mi abuela lo levantó y lo mandó a buscarme a la Renfe». Al llegar su abuelo, él ya no estaba, pero pudo ver igual una estampa que le traumatizó de por vida.

«No pudo volver a dormir bien nunca más. Por las noches chillaba. Berreaba, de las pesadillas que tenía. Con una rabia y un dolor increíble. Falleció hace cuatro años, pero no lo pudimos hablar nunca. Él no quería saber nada del aten

Adrián: «Me duele que haya víctimas que oficialmen­te no lo son. Mi abuelo lo pasó peor que yo»

Gastón: «Me quedo con que hubo gente buena haciendo cosas buenas por los demás»

tado. Se ponía malo. Nunca habló de lo que sentía». Se seca las lágrimas Adrián para recordar que su abuelo lo hizo por él. «Y eso también me duele. Las víctimas que oficialmen­te no son víctimas. Porque él estuvo allí y lo pasó peor que yo».

Secuencia en tres pasos

Y no fue el único con secuelas. «Pocos años después de la explosión, recibí una llamada de un número de teléfono desconocid­o», explica Gastón González, otro de los supervivie­ntes de los atentados. «Descolgué y contestó una voz de mujer que me dijo: ‘No sé quién eres, pero probableme­nte yo te dejé llamar desde mi teléfono móvil el día del atentado en los trenes de Madrid. Mi terapeuta me ha recomendad­o que llame a todos los números de las personas a los que les presté mi teléfono’. Fue su forma de sanar y cerrar sus heridas», cuenta.

Gastón González Parra (Santiago de Chile, 1962), tiene lagunas en algunas de las secuencias de aquel infausto 11 de marzo. Había llegado a Madrid una década antes, tras conocer a su (ya ex) esposa española en El Salvador, cuando él trabajaba para Naciones Unidas. Cruzaron el charco, se afincaron en la zona de Madrid Sur y tuvieron tres hijos. A los dos mayores los llevaba Gastón al colegio a Chamartín la mañana de aquel jueves negro.

«Recuerdo que iba con mi hijo Ignacio, que entonces tenía 10 años, y mi hijo Javier, que tenía 8. Íbamos apurados porque llegábamos tarde. Y por eso perdimos el otro tren, el que estalló en Atocha», cuenta este supervivie­nte que fue víctima de la explosión a la altura de la calle Téllez.

Del momento del estallido recuerda una secuencia que resume en tres pasos: «El primero, el aviso por la megafonía del tren de ‘Próxima estación, Atocha’ y la gente moviéndose ya hacia la puerta. Ellos fueron los que nos hicieron de parapeto a mis hijos y a mí, que estábamos situados justo detrás».

El segundo movimiento fue una especie de luz cegadora. E inmediatam­ente, el tercer paso. La terrible explosión. «Ahí perdí el conocimien­to», apunta. Eran las 7:39 de la mañana. «Tengo recuerdos muy confusos de lo que ocurrió», confiesa Gastón, que sí recuerda, sin embargo, a aquella mujer que le prestó el teléfono y con el que pudo tranquiliz­ar a su mujer. «Con eso es con lo que prefiero quedarme. Con que aquella mañana también hubo gente buena haciendo cosas buenas por los demás».

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Alba Vigaray Alba Vigaray Adrián Sánchez de la Blanca, en el exterior de la estación de Santa Eugenia (Madrid).
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Gastón González, supervivie­nte del 11M.

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