‘Assange. El poder de la informació’
La tentación del biopic con su alargada sombra es un recurso que no es exclusivo del cine. Mientras estrellas de la música como Elvis Presley, Amy Winehouse y Bob Marley invaden la gran pantalla, más esporádicamente por el teatro se han paseado personajes históricos como Neus Català, Voltaire, Nixon y hasta Juan Carlos I. El riesgo es el mismo, que la fórmula acabe resultando un producto de factura conservadora y escritura previsible en clave melodramática, con un final lleno de triunfalismo biográfico mitificador. En oportuna colisión con la actualidad, el último biopic escénico mira con expectación a los tribunales británicos.
Assange. El poder de la informació, del Teatre Gaudí, parte de la honesta necesidad de denunciar la injusticia que padece el fundador de WikiLeaks, el periodista australiano que lleva más de una década privado de libertad sin haber sido condenado. Su pecado, la difusión de información secreta y vergonzante de los crímenes de guerra de Estados Unidos. La obra comienza cuando Assange llega a la embajada de Ecuador en Londres para solicitar protección, refugio diplomático que durará siete años durante los cuales se enamora de su abogada e incluso concibe dos hijos. Como acostumbra a pasar, la realidad es tan rocambolesca que si se tratara de una ficción resultaría inverosímil.
El texto de los activistas del caso Víctor Manuel Díaz Conejo y Virginia Fernández Ruiz revela su mejor baza en la síntesis del pensamiento de Assange, en los argumentos y la importancia de su cruzada por la libertad de expresión. La sobriedad documental de los primeros minutos, con el protagonista explicando su causa, aporta solidez a una base que pronto se diluye. En vez de centrarse en el periplo político y sus consecuencias geoestratégicas, la trama se va perdiendo en vericuetos sentimentales y, sobre todo, en plasmar la degradación psicológica del aislamiento, con unas escenas oníricas que no acaban de funcionar. Resultan previsibles y reiteradas las arengas finales, mitin para convencer a un público de convencidos.
El contexto del encierro contagia su estatismo a la puesta en escena. La falta de recursos, también materiales, acaba pesando. La dirección de Mireia Ros se apoya en un conjunto de interpretaciones que se van llenando de afectación sin la progresión adecuada. Joan Frank Charansonnet esboza un Assange creíble en su parte documental, bastante menos en su deterioro mental. El resto de intérpretes, Elena Codó y Eduard Alejandre, también acaban atrapados entre los pliegues de un melodrama militante con buenas intenciones que, como sabemos, a veces no bastan.
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