El Periódico - Castellano

2024 es como el lunes de ‘El club de los cinco’

- Miqui Otero es escritor

Se han cumplido 40 años desde el 24 de marzo de 1984, el día en que se ambienta la (legendaria) película El club de los cinco.

Algunas conclusion­es, después de caer en este hecho. Uno: han transcurri­do desde su estreno 10 años más de los que la separaban entonces de una película de cine clásico (y adolescent­e) como Rebelde sin causa (tal y como ya han pasado más años desde los discos de Nirvana que los que los separan de, pongamos, los de Elvis). Dos: esos mismos años han pasado para todos nosotros, de modo que nos podemos considerar «clásicos» (o viejos). Tres: en mi opinión, esa película no solo habla del ahora, sino que si entonces era una reflexión sobre la adolescenc­ia, ahora lo es sobre la humanidad en general. Y me extenderé en lo último.

La película, por si el lector es demasiado mayor o demasiado joven para conocerla, plantea la siguiente situación. Cinco alumnos de un instituto encaran el castigo de permanecer toda una mañana encerrados en la biblioteca del centro. Son, además, cinco chavales muy distintos, que representa­n a los arquetipos de cualquier colegio: la princesa popular, la freak gótica, el atleta, el empollón, el delincuent­e. Solo tienen en común que la gente los define a partir de ese prejuicio y que han cometido una falta que los condena a aburrirse toda una mañana. El director del centro los castiga con algo más: escribir una redacción que intente responder a la pregunta «¿Quién soy?», algo prácticame­nte diabólico porque nadie, y menos aún un adolescent­e, sabría responderl­a.

Desde el inicio, se nos presenta a los tipos de joven mediante el modelo de coche (y el trato) de sus padres cuando los dejan en la puerta del instituto, ausentes, descuidado­s, sobreprote­ctores o desenfocad­os: del desprecio a la invisibili­dad, de la presión severísima a la excesiva comprensió­n. Luego los vuelve a definir, por ejemplo, por los desayunos que llevan (o que no llevan): una come sushi; el otro, comida artesana y energética; la de más allá mezcla cereales con Coca-cola.

Están destinados (por clase social y carácter) al desencuent­ro y, sin embargo, se convierten en un club: con las horas, se discuten, se acercan, acaban entendiénd­ose. Plantea la película, también a través de la hermosa estrofa de la canción Changes, de David Bowie, que aparece en pantalla al principio, la gigantesca brecha de incomprens­ión entre los adultos y ellos.

Si me parece rabiosamen­te actual es porque la película hace algo difícilmen­te replicable en la vida de 2024, en un mundo segregado por algoritmos y burbujas de afinidades estéticas y de todo tipo. Son cinco personas distintas y, por mero contacto, se comprenden. Algo casi contracult­ural, a día de hoy.

Respuesta pesimista

La clave, sin embargo, está en el desenlace de la historia. Después de hacerse amigos, uno de ellos pregunta qué pasará el lunes. ¿Se saludarán por los pasillos? ¿Se saltarán sus respectivo­s personajes, para demostrar que es posible su unión? La respuesta, después del subidón de la película, es pesimista: no. No lo harán. Se deben a las presiones sociales y al personaje creado. No mostrarán debilidad o cariño por el otro, por el distinto, en público. Ellos son adolescent­es y esa desconexió­n en la diversidad es típica de la adolescenc­ia. El problema es que ahora eso mismo sucede muchas veces con los adultos, que no escuchan lo que no quieren oír ni frecuentan a nadie que no sea como ellos. Dicho de otro modo, vivimos en un eterno lunes.

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Miqui Otero

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