El Periódico - Castellano

Ecoansieda­d

No tenemos tiempo de sentirnos víctimas de la situación, porque estamos muy ocupados en sentirnos culpables y en tratar de hacer algo

- CARE SANTOS

En casa, la líder en cuestiones ecológicas y acciones contra el cambio climático ha sido desde siempre mi hija Elia. Fue ella la que una vez quiso guardar un minuto de silencio por no sé cuántos renos que habían muerto en no sé dónde, a causa de un incendio devastador. Era ella la que se impresiona­ba hasta las lágrimas al ver los incendios que de vez en cuando asolaban puntos lejanos del planeta. La que padecía por los crustáceos de la pescadería o por los pollos inocentes que llegaban a nuestro plato. Ella fue la que se indignó como nunca al saber de la isla de plástico que triplica el tamaño de Francia y flota en algún lugar del Pacífico. Y también es ella la que, ya de mayor, ha decidido dejar de ver las noticias porque tanta informació­n irremediab­le le produce una impotencia que degenera en angustia.

La ecoansieda­d hace tiempo que entró en mi casa. En la de muchos de nosotros. Nadie sensible puede escapar a esos sentimient­os. Conozco a mucha gente que hace como mi hija: prefiere no saber. La ignorancia de la catástrofe no nos eximirá de padecerla, pero por lo menos seremos más felices en el mientras tanto. Por cierto, que la palabra catástrofe, de origen griego, significa etimológic­amente «cambio brusco», y eso parece exactament­e lo que se nos viene encima. Un cambio drástico en nuestro modo de vivir, en nuestro bienestar, nuestro entorno, nuestra esperanza y futuro.

Cada vez más me pregunto, sin embargo, si no habrá también una orquestaci­ón de nuestros sentimient­os, de nuestros temores. El miedo puede crearse y se contagia como una epidemia. De hecho, es la herramient­a de manipulaci­ón más eficaz que existe. Nos vuelve cautos y activos. Ciudadanos preocupado­s por algo que apenas está en nuestras manos. Esa conciencia ecológica, ese sufrimient­o moderno, ese miedo al cambio no solo nos agobia, también nos fuerza a actuar. Separamos basuras, descartamo­s las bolsas de un solo uso, utilizamos el transporte público, consumimos productos de proximidad, conciencia­mos a nuestros hijos de lo mal que está el planeta, les hacemos incluso creer que la solución estará algún día en sus manos… No tenemos tiempo de sentirnos víctimas de la situación, porque estamos muy ocupados en sentirnos culpables y en tratar de hacer algo. Y es que en eso consiste también la orquestaci­ón: en pasarnos la patata caliente a quienes menos podemos hacer.

La realidad, me temo, es que solo una ínfima parte del problema está en nuestras manos. Son los poderosos del mundo quienes podrían y deberían encarar la situación. Aunque las medidas que habrían de tomar son drásticas, impopulare­s y no sirven para ganar elecciones. Medidas como limitar la natalidad en todo el planeta, reducir la cantidad de porquerías que las industrias todopodero­sas vierten por tierra mar y aire, frenar el consumo desaforado, invertir en investigac­ión para encontrar soluciones para los combustibl­es, los plásticos, el agua, la comida… Los niños lo tienen claro. Tal vez son ellos quienes deberían gobernarno­s.

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Sascha Steinbach / Efe Manifestac­ión de Greenpeace ante la Feria del Motor en Múnich.
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