El Periódico - Castellano

Los calcetines de Cugat y Puntí

- Miqui Otero es escritor

Un 15 de marzo de 1989, frente a un televisor color caoba y marca Grundig, decidí que siempre llevaría calcetines rojos.

Yo entonces tenía ocho años y el avistamien­to de ese tipo de casi 90, con su traje de raya diplomátic­a, su bisoñé plateado y ese colgante de Cristo (regalo de Dalí, dijo) fue algo así como una versión geriátrica de cuando los niños ingleses vieron a Bowie interpreta­r Starman en Top of the Pops.

«¿Quién es el señor de los calcetines rojos?», les pregunté a mis padres. Quería saber quién era ese tipo que, con una pipa apagada en los labios, contaba su amistad con Sinatra, con mafiosos de Chicago, con Rita Hayworth. «Xavier Cugat. Es muy famoso, pero creo que se inventa cosas», dijo mi madre. Yo, que ya entonces quería ser escritor y acariciaba la gloria literaria en los Jocs Florals, contesté: «¡Pero eso es aún mejor!». Me parecía alucinante esa capacidad para el detalle que colorea (y hace verosímil) la anécdota ficticia.

No sé qué andaba haciendo Jordi Puntí cuando TVE emitió esa entrevista. Sí sé que le fascinaba el Rolls Royce dorado y con matrícula Cugat a las puertas del Ritz y también que había sido un niño tan entusiasta como yo: se cuenta que llegó a llamar a casa de Maradona para desearle una pronta recuperaci­ón y que a veces se sentaba frente a un póster del Camp Nou y radiaba partidos imaginario­s (quizá ahí entrenó su músculo fabulador).

También sé que él es la única persona del país más obsesionad­a con Cugat que yo: le ha dedicado más de una década al estudio del personaje. Pretendía acercarse a él biográfica­mente, pero, ¿cómo redactar las memorias de un tipo que reescribía tan fantasiosa­mente su propia vida?

Pronto, Puntí me comentó que, en algún punto el libro, se contagiarí­a de la euforia fantasiosa de Cugie y que la ficción se apoderaría del relato. El resultado es Confeti, Premi Sant Jordi 2023. Y el primer acierto es el título: ¿de qué otra forma podría sintetizar­se la fama, colorista y celebrada en el vuelo de ascenso, melancólic­a y molesta cuando ha caído?

Confeti habla del personaje, pero haciéndolo nos habla del siglo (Cugat nació el 1 de enero de 1900). Es prodigioso como a medida que su protagonis­ta añade estilos en su orquesta, el autor hace lo mismo («contorsion­es literarias», lo llama) con los recursos de composició­n y estilo de la novela. Es un libro magnífico sobre la tiranía de la felicidad, la esclavitud del personaje creado y la fina línea entre realidad y ficción, y de cómo esta a veces nos sirve para que lo doloroso sea más tolerable. Somos «juguetes del azar» y solo intentamos dar sentido a sus caprichos.

Tropical erudición musical

Está el narrador mentiroso de Barry Lyndon y el narrador testimonio (y también el estilo elegante) de El gran Gatsby, pero también la tropical erudición musical de Los reyes del mambo tocan canciones de amor y el ritmo sabroso de Tres tristes tigres.

Toda la novela es atildada y magnífica. Y el último tramo agridulce de la vida de Cugat, cuando Puntí se pone a inventar su ocaso, es magistral. De hecho, logra que leer esta novela se parezca a vivir la vida de Cugat: bailar en casa en calcetines (rojos, en mi caso, porque cumplí mi promesa infantil) y sonriendo durante mucho tiempo, hasta que, en mitad de Begin the Beguine, la uña del pie impacta con la pata de una mesa y entonces sigues bailando, con una sonrisa helada que disimula el dolor del golpe y la vergüenza de existir. Y eso, aunque triste, es aún más vitalista. Porque al fin y al cabo: «It’s showtime, baby!» ■

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Miqui Otero

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