Anatomía de una violación
Antes de su estreno en 2019 les acusaron de «monetizar» el caso, críticas a un supuesto oportunismo por adaptar en caliente el episodio judicial más trascendente de los últimos años, el caso de La Manada, la violación grupal que cambió el código penal y zarandeó la moral de todo un país. Las dudas se disiparon pronto y Jauría se transformó en todo un fenómeno teatral. Su acierto reside en el complejo entramado dramatúrgico compuesto en exclusiva a partir de fragmentos de documentos judiciales, declaraciones enfrentadas de la víctima y los agresores que configuran un mapa escalofriante, el de la normalización social de la violencia sexual.
El montaje madrileño se prodigó poco por Catalunya, pero ahora, por suerte, un nuevo elenco remonta el espectáculo que llega al Romea con nuevos matices y una fuerza más rotunda. Ahora podemos ver como la protagonista se divierte en los Sanfermines antes de la agresión, declina un justificado exceso de celo en la protección de su figura. Con la nueva actriz, Ángela Cervantes, la permanente fragilidad del testimonio ha evolucionado hacia una naturalidad descarnada, espejo de realismo que dispara la verosimilitud.
En una línea parecida los cinco actores, un cásting emergido de la mejor cantera local. Premio para el coach de acento sevillano y para la capacidad del reparto de integrar los gestos y requiebros más íntimos de la prosodia andaluza. Quim Àvila, Carlos Cuevas y Artur Busquets parecen un documento más en su detallista recreación de los acusados, mientras que Francesc Cuéllar y David Me
néndez ofrecen en la segunda parte la versión más circunspecta de los otros hostigadores, los abogados y jueces que con sus sesgos dan la medida de un sistema jurídico proclive a la revictimización y los prejuicios.
La dirección de Miguel del Arco aprovecha la renovada energía actoral para llevar más lejos la coreografía del acoso que ejecutan agresores y juristas, un perseverante estado de tensión y amenaza que se desploma sobre la víctima y el público. El preciso encaje documental del texto de Jordi Casanovas sigue sorprendiendo por su precisión narrativa y por la elegancia a la hora de evitar el morbo. El caso es ya un icono y como tal respira su representación, una explosiva catarsis política y humana que desgarra, que levanta al público de la butaca para una ovación sanadora. «Somos gente normal y corriente», se defiende un acusado, y en sus palabras subyace el eco del horror que la pieza intenta desenmascarar, que muchos aún hoy no sean capaces de ver la violencia del caso.
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