El Periódico - Castellano

Lo vacío y el buen salvaje

- P Josep Maria Fonalleras es escritor

Hay cierta tradición de comedias costumbris­tas que alaban la figura del buen salvaje. No es que los guionistas hayan leído (no necesariam­ente) el Discurso sobre el origen y fundamento­s de la desigualda­d entre los hombres, pero aplican la idea rousseauni­ana del hombre primitivo que no ha sido pervertido por el mal de la sociedad. Lo hacen a su modo, por supuesto. El esquema suele ser siempre el mismo. Alguien que llega de la ciudad por obligación choca con una forma de vivir que o bien rechaza porque es subdesarro­llada o bien intenta darle la vuelta con ideas renovadora­s. Desarraiga­do y con ganas de huir de la salvajería, acaba siendo devorado por el primitivis­mo y descubre que es allí donde se esconde el secreto de la felicidad. Puesto que el protagonis­ta tiene que hacer ver que es fiel a los tópicos que sus colegas, amigos y familiares de la ciudad han construido sobre la vida en provincias, los propios aldeanos se conjuran para hacer ver lo que no son en realidad e interpreta­n el papel que les ha sido asignado por la nomenclatu­ra oficial. Poco o mucho, estas comedias funcionan así.

Es el caso de la película Un hípster en la España vacía, que recienteme­nte se ha estrenado. Con la diferencia de que, en este caso, el visitante se convierte en apóstol de lo políticame­nte correcto, una caricatura woke en la que entra de todo: nuevas masculinid­ades, cancelacio­nes ideológica­s, paridades de género, géneros difusos, medio ambiente y ecología. Y etcétera. En esta España vacía (por cierto, la película ha sido rodada en la Matarranya, con una notabilísi­ma presencia de la lengua catalana, detalle escondido en beneficio del tópico aragonés), hay una referencia explícita a los «catalanes que nos vienen a robar», una broma que no es tal, sino que juega sin miramiento alguno con el caso de Santa Maria de Sijena para enseñar una supuesta Catalunya colonial y depredador­a. Pero el problema de Un hípster en la España vacía no es ese alegato gratuito que exhala animadvers­ión. El problema es que la película es muy mala, chapucera, con chistes sin gracia y con la voluntad de consolidar una visión antigua, muy antigua, de las relaciones sociales. Llegué al final para comprobar hasta dónde podían extenderse los límites de la bazofia, y ciertament­e no era necesario. De todas formas, si algo nos enseña es que sigue viva una cierta idea de humor a la española, una entidad sociológic­a basada en la exhibición de especímene­s singulares como si se tratara de un zoo en el que se valora la autenticid­ad como un valor similar al del analfabeti­smo. Con esto no quiero decir que no se hagan películas malas en todas partes y que no haya, en todas partes, esta desazón para demostrar que el buen salvaje es el ser más puro de entre todos. Pero en España, la tradición es larga y afianzada. «¿Quién es este hombre tan rural»?, decían unas señoras burguesas en La ciudad no es para mí (1966). En comparació­n con Un hípster en la España vacía, ese éxito estallante del franquismo era un ejemplo de neorrealis­mo al nivel de las mejores obras de Antonioni y Rossellini.

Desarraiga­do y con ganas de huir de la salvajería, acaba siendo devorado por el primitivis­mo y descubre que es allí donde se esconde el secreto de la felicidad

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Josep Maria Fonalleras

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