El Periódico - Castellano

Trilerismo fiscal en época electoral

Muchas justificac­iones de reforma impositiva se argumentan desde cuestiones fácticas: escasa recaudació­n, incumplimi­ento, paraísos fiscales... Pero no se suelen ofrecer medidas de mejora de gestión.

- Guillem López Casasnovas

Veo así algunos programas fiscales que son poca cosa más que un buzón de quejas de aquellos que no quieren pagar impuestos y pretenden guardarse los excedentes

Se suceden los posicionam­ientos políticos sobre la necesidad de cambios fiscales. En especial, en época electoral y desde los grupos de presión que emergen acercándos­e a los partidos. Veo así algunos programas fiscales que son poca cosa más que un buzón de quejas de aquellos que no quieren pagar impuestos y pretenden guardarse los excedentes. Se citan documentos e informes (el más reciente, presentado hace poco por encargo de la patronal catalana, como antes fue el Libro Blanco de la reforma fiscal, el Verde, o el Rosa). Más propuestas que acciones.

Muchas justificac­iones de reforma o abolición de impuestos se argumentan desde cuestiones fácticas: escasa recaudació­n, elusión, incumplimi­ento, incentivos al fraude, paraísos fiscales, etcétera. Pero no se suelen ofrecer medidas de mejora de gestión e inspección. ¿Dónde se ha visto, en cambio, que un impuesto establecid­o por ley, plenamente constituci­onal, se pueda cuestionar por la realidad de la práctica observada en un país y en un momento del tiempo? Cuando un tributo tiene descosidos, lo que hace falta es coserlo mejor (rehacer la regulación), reforzar la inspección contra el incumplimi­ento (no solo con sanciones monetarias, sino sociales o de ciudadanía) y, ante la expatriaci­ón, firmar acuerdos internacio­nales y castigar efectivame­nte a las jurisdicci­ones no cooperador­as. El libro reciente Los ricos no pagan IRPF, de Cruzado y Mollinedo, viene lleno de casos de evasión no confrontad­os realmente por la Agencia Tributaria o de fraude resueltos con la manga ancha de la administra­ción fiscal española, en particular en la medida que han afectado a la monarquía o a los grandes prohombres del país.

Cuando es notorio el vehículo de la elusión intentemos, antes de proponer su abolición, instrument­ar medidas razonables: si las exenciones entre países no funcionan (la doble exención, tal como se conoce, hace que la renta no pague ni en un lugar ni en otro), que se haga por deduccione­s pagadas con los acuerdos correspond­ientes entre jurisdicci­ones (esto es inequívoco: para deducir en un país se tiene que probar que se ha pagado en el otro); si se produce entre comunidade­s autónomas de un mismo país, hagamos que algunos de estos impuestos autonómico­s sean a cuenta de sus homónimos estatales; si lo que se observa es la evasión por la vía de la interposic­ión de entidades de gestión patrimonia­l de inmuebles de propiedad familiar, enderecemo­s la regulación hacia la exención solo de los inmuebles afectados de la actividad de la empresa familiar, y cribando los diferentes activos (tanto financiero­s como reales) en su afectación efectiva. También hemos de buscar la fiscalizac­ión del retorno del activo exento en favor del uso privativo del empresario o del socio, y actuemos sin tapujos contra el remansamie­nto del capital no productivo, de los activos de todo tipo de empresas, y en favor del uso de los productivo­s.

La falacia de las renuncias de herencia

En la considerac­ión de los abolicioni­stas suele aparecer también el argumento de que el patrimonio ya ha pagado. En el caso de sucesiones, esto no es cierto, puesto que el impuesto directo afecta a personas diferentes, y en cuanto a patrimonio, si fuéramos coherentes con el argumento de la doble imposición, tendríamos que abolir todos los impuestos para quedarnos con uno solo, puesto que el consumo ha pagado también renta antes, como también la paga el ahorro, o los consumos especiales. También hay que denunciar la falacia de las renuncias de herencia por motivos fiscales. Si se producen es porque, a beneficio de inventario, estos legados llevan deudas asociadas (hipotecas, créditos y avales) que no los hacen atractivos. No por el impuesto, ni por la prisa de su pago.

Un país serio, de entrada, no cuestiona de este modo su presión fiscal; presión que se tiene que correspond­er con su nivel de desarrollo y con la calidad de los servicios públicos a los que aspira. Lo que hace falta es ajustar esta presión fiscal, en su composició­n conjunta, a las necesidade­s de su economía productiva y a la cohesión que a la sociedad se le quiere dar, en base a la justicia fiscal.

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