Blur no tiene quien les cante
Cuando un grupo toca frente a decenas de miles de personas en un macrofestival no debería concluir que han venido por él
con artistas de toda condición, de masivos a independientes. Cuando un grupo toca frente a decenas de miles de personas en un evento así no debería concluir que han venido por él. Decir eso es como afirmar que un turista que visita la Sagrada
Família es experto en modernismo u otro que pasea por el Prado lo es en pintura española del Siglo de Oro: los ves ahí, despistados, con sus riñoneras y móviles, caminando rápido para acabar antes, y esa imagen es muy parecida a la que vemos muchas veces en los macrofestivales de música, donde se va más por la experiencia que por las canciones, donde se va para decir que se ha ido, donde se va para que la música sea, a lo sumo, una banda sonora de las peripecias de la verdadera estrella (cada uno de los asistentes, al menos en sus móviles y redes).
Aquí no estamos ante las broncas que Adele o Beyoncé tuvieron con los fans de sus conciertos, cuando les insistían en que bajaran sus teléfonos móviles y les decían que vivieran por favor lo que tenían delante. Tampoco, obviamente, tiene nada que ver con cuando Angus Young, de ACDC, pinzó la nariz a uno que le había lanzado cerveza o cuando Keith Richards le dio tres guitarrazos a otro que importunaba mientras tocaba su gran hit. O cuando el de Tool vio cómo un tipo subía al escenario y lo engañó recibiéndolo con lo que parecía un abrazo, pero que en realidad acabó siendo una llave de judo (que ejecutó sin dejar de cantar). Y mucho menos con ese otro caso de los Oasis en Canadá (por poner un ejemplo de los rivales de Blur), cuando un seguidor se fue directo a empujar a Noel Gallagher y hasta su hermano (que lo odia) salió a defenderlo a mamporros.
En el caso de Albarn no vemos, en realidad, enfado, sino una tristeza perpleja
Exceso de tecnología
En todos esos casos, las quejas de los artistas o bien tenían que ver exclusivamente con el exceso de tecnología y sus nuevos usos (lo que antes eran mecheros encendidos en la balada, ahora son móviles encendidos todo el concierto), o bien eran fruto de una reacción demasiado entusiasta de ese fan del rock que ha procesado medio mal la actitud de los punks en los conciertos (pero qué público más tonto que tengo, que decía la canción), cuando se quiso poner en duda la idea de la estrella rockera la gente se dedicaba a demostrarlo lanzando latas o sipiazos al escenario.
El caso de Albarn es distinto y por eso no vemos, en realidad, enfado, sino una tristeza perpleja, una mezcla de toma de conciencia del paso del tiempo, de la propia edad, de la desconexión con el nuevo mundo. Y la vemos en vivo y en directo. No es que todo lo otro (determinada audiencia que en los conciertos va a todo menos a escuchar las canciones, azuzada por monstruos corporativos y en eventos bulímicos) no sea cierto, pero en el fondo, Damon, venga, era eso. Y lo bueno es que, después, se marcaron una versión de Tender triste y alucinante, quizá precisamente por sentirse así.
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