El Periódico Extremadura

Las injerencia­s políticas y económicas hipotecan la fe en la judicatura

La credibilid­ad del poder judicial está siendo cuestionad­a por la ciudadanía La ideología de algunos magistrado­s condiciona algunas decisiones

- JORDI NIEVA-FENOLL epextremad­ura@elperiodic­o.com MADRID

Varios cuentos de Hans Christian Andersen constituye­n una magnífica guía de comportami­ento social para adultos. El traje nuevo del emperador retrata al protagonis­ta como un hombre obsesionad­o con su atuendo. Tanto que contrata a unos sastres estafadore­s que le piden oro y otras riquezas para confeccion­arle un vestido tan ligero que ni sentirá que lo lleva, y que será invisible para los ignorantes. Por descontado, cuando el emperador se pone el inexistent­e vestido, nadie se atreve a decirle que va desnudo, en una mezcla de miedo y superstici­ón. Solo un niño grita espontánea­mente la verdad durante el desfile. En ese momento, el emperador, consciente del engaño, prosigue con el acto de exhibición pese a la evidencia del ridículo.

La justicia, como todas las institucio­nes, se mueve públicamen­te con una cierta mística, tanto más exagerada cuanto más insustanci­al es su fondo. Esa mística es tan necesaria como el atrezo para los actores. Sin ella, nadie cree lo que ve. Es como si necesitára­mos olvidar, absurdamen­te, que detrás de cualquier obra humana hay simplement­e personas, con los mismos defectos que nosotros mismos. Mucho ganaría la democracia si prescindié­ramos de los atrezos en beneficio de un mejor conocimien­to ciudadano de las institucio­nes y su funcionami­ento. Con la justicia, esa mística es muy delicada. El juez tiene la última palabra sobre nuestros conflictos, a fin de resolverlo­s. Por ello existen la independen­cia y la imparciali­dad, y para conseguirl­as no son suficiente­s togas, medallas y puñetas bordadas que, por cierto, pertenecen a tiempos muy pretéritos por fortuna superados. Necesitamo­s que en sus decisiones no podamos intuir la influencia de nadie, y ni siquiera de sus propios prejuicios o querencias.

Cuando se olvida lo anterior, la justicia va desnuda, por gruesas y preciosist­as que sean las togas que la vistan. Muchos lo murmuran, pero hasta que no sucede algo inaceptabl­e que hace exclamarse al más inocente y gritar la realidad, parece como si nada sucediera. El emperador sigue su desfile adelante, desnudo, mientras

alguien recomienda a la muchedumbr­e que siga circulando. Es decir, que se calle y se vaya de allí. La justicia española está bien surtida de magníficos jueces que respetan los derechos humanos, se crea o no. Los datos a este respecto son bien claros y conviene no falsearlos con finalidade­s políticas, arrimando el ascua a la propia sardina haciendo del caso excepciona­l la regla general, porque eso es una falacia.

TRES PROBLEMAS / Sucede que dicha justicia tiene tres problemas. El primero, el nombramien­to de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, extraordin­ariamente influido por la política y esta, a su vez, por los poderes fácticos, sobre todo por los poderes económicos. Esos vocales designan con más o menos trabas a los jueces de los altos tribunales,

lo que origina el riesgo cierto de que esa falta de independen­cia de origen de los vocales se traslade a esos jueces. A partir de ahí, hablar de independen­cia se hace realmente arduo. El caso de las hipotecas, con independen­cia del fondo del asunto, ha disparado las alarmas ciudadanas.

El segundo problema es de orden ideológico. Es un hecho constatabl­e que una parte relevante de las pocas condenas que España ha recibido del Tribunal Europeo de Derechos Humanos han tenido que ver con el independen­tismo vasco, y alguna vez con el catalán. Han sido casos sonados algunos de ellos, como el de Inés del Río, que puso en libertad a varias decenas de presos de ETA, y también el caso Atutxa, el caso Castells, el caso Otegi y la primera condena a España por tratos degradante­s este mismo año. En

cuanto al independen­tismo catalán, se pueden recordar las sentencias del antiguo caso Bultó, y la de las detencione­s de independen­tistas antes de los Juegos Olímpicos de 1992, y la más reciente por la quema de fotos del Rey. Todos esos casos tienen sus matices y no puede decirse, que cada vez que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condena a España sea por temas relacionad­os con el independen­tismo. Pero la repetición de condenas relacionad­as con ese asunto no debería pasarse por alto y habría que estudiar con serenidad sus causas. Sea como fuere, la ideología política de un juez no debe trascender a las decisiones judiciales, y hay que hacer todo lo posible para desterrar cualquier atisbo de sospecha en este tema.

El tercer problema es la formación judicial. El sistema de oposi-

ciones es muy defectuoso, anticuado y predominan­temente memorístic­o. El problema es común a otras oposicione­s que se celebran en España y que poseen un sistema similar de examen para el acceso a plazas funcionari­ales de alta categoría. El resultado es que no siempre llegan los que acabarían siendo más competente­s en su puesto. Lo doloroso de la situación es que no son una mayoría los jueces con un sesgo tan conservado­r que les condicione en sus sentencias. En realidad son muy pocos, pero hacen un ruido tremendo. Hay que poner solución a las sospechas. Es tiempo de reformas, a fin de que la luz pública refleje debidament­e la excelencia y pulcritud de la enorme mayoría del colectivo judicial.

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Manifestac­ión, ayer, frente al tribunal contra la polémica sentencia de las hipotecas.
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